EL EVANGELIO SEGÚN JESUCRISTO
José Saramago
Barcelona, Seix Barral, 1992 (4ª ed.)
Saramago es atrevido. No sé si será el éxito obtenido por sus novelas, escritas en edad más bien tardía, lo que le ha impulsado a emprender un tema tan sensible y difícil de novelar como la vida de Jesucristo, sin más cortapisa que los alcances de su imaginación, que son grandes por cierto. El lector moderno es verdad que no se escandaliza de nada, que da por supuesto que el hombre puede ser sujeto activo y pasivo de cualquier acción, sublime o repugnante, digna de dioses o de demonios, porque el espectro de su naturaleza parece extenderse con comodidad entre lo divino y lo aberrante. Pero en este caso Saramago toca la fibra más sensible del sentir judeocristiano y nadie puede proclamarse no afectado por su aproximación particularísima al Jesús de Nazaret que todos llevamos dentro.
En la novela Jesús se enamora de María de Magdala, una prostituta a la que redime por amor de su vida anterior y que se convierte desde ese momento al camino de una entrega absoluta a Jesús, aceptándolo incondicionalmente, aun en sus zonas apagadas. María de Magdala aparece así como modelo de esposa, de mujer y de apóstol. Ese será tal vez el aspecto que escandalizará a más de uno. Pero hay mayores atrevimientos en la novela y de trascendencia mucho más honda. La imagen de Dios Padre, el Dios bíblico que navega desde los rigores véterotestamentarios hasta la cercanía entrañable de Jesús, es presentado por Saramago como una mezcla de tirano arbitrario y de reyezuelo celoso de su poder, que no corresponde a ninguna visión aceptable entre nosotros. Es cierto que la imagen de Dios en las tres grandes religiones occidentales es uno de los capítulos más trascendentes por ventilar (ver a este propósito, Karen Armstrong “A History of God. The 4000 Year Quest of Judaism, Christianity and Islam”, libro por demás interesante y cuestionador), pero Saramago lo trata con una ligereza pasmosa, aun desde el punto de vista literario, que no se corresponde bien con las otras figuras, polémicas pero bien logradas: José, María, el mismo Jesús, María de Magdala. El Dios Padre de la novela es un dios inseguro, competitivo con otros dioses y por lo tanto rebajado al nivel de cualquier panteón griego o romano. La escena final de la novela, la crucifixión y muerte de Jesús, es reveladora a este respecto:
“Entonces comprendió Jesús que había venido traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida había sido trazada desde el principio de los principios para morir así, y trayéndole la memoria el río de sangre y de sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó para el cielo abierto, donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque no sabe lo que hizo”.
Al darle la vuelta completamente al grito de Jesús en la cruz, Saramago está aniquilando de un golpe el sentido humano y terrible de la muerte de Jesús, el misterio de su relación con el Padre, la esencia de la religión cristiana. Demasiado atrevimiento en un tema delicado si los hay, pero que no es de extrañar en un momento civilizatorio en el que los más arriesgados, los mayores iconoclastas, son los que cosechan mayor fama y fortuna.
Figura por demás interesante y simpática es el diablo que presenta Saramago en esta historia al revés. Me hace recordar la entrañable parábola de Peter Ustinov “El viejo y Míster Smith”, en la cual Dios y el diablo, como dos viejos compinches, visitan la tierra dejando su carga de ironía, sentido común y buen humor a hombres y gobiernos que no les reconocen. En el relato de Saramago el diablo es un ángel anunciador a María de la concepción no virginal de Jesús, un pastor trashumante que acompaña su adolescencia, un inquietante testigo de los trepidantes diálogos interiores de un hombre que es elegido por Dios para una misión que le sobrepasa y a la cual se resiste fuertemente. La escena cumbre del diálogo entre Dios y Jesús en un claro de la neblina en el medio del lago, marca la importancia de este personaje en contrapunto, al que Saramago atribuye un papel de alto rango, como una cuasisombra de la divinidad.
Las relaciones de Jesús con su familia están cargadas de electricidad, excepto con José, su padre, que muere muy pronto crucificado por asomarse a destiempo al escenario brutal de la represión romana contra los guerrilleros zelotes. Hereda de él un sueño inquietante que le perseguirá hasta la edad adulta, expresión de una hipotética culpa por omisión, con características más psicoanalíticas que morales. Con María, su madre, mujer por cierto bien fecunda que da a luz ocho hijos además de Jesús, las relaciones son tensas, de malentendidos constantes, que sólo quedarán aliviadas después de Caná por intermediación de la otra María, la de Magdala. A la Virgen María de la devoción occidental se le hace descender de la peana y pasa a engrosar el ejército de mujeres humildes y anónimas, que desaparecen difuminadas en su vida sin resaltes. Saramago no sabe sacar partido de la figura de María y sólo destaca el aspecto ácido de su relación a trompicones con Jesús, el hijo que se hizo adulto demasiado pronto, pero que abandonó sus deberes de jefe del clan familiar. El hermano que sigue, Tiago, aparece como competidor de Jesús, al que mira con la envidia que despierta todo triunfador en las empresas o en el amor.
Saramago sabe sacar partido de las narraciones evangélicas, a las que sigue casi textualmente en los tramos finales de su novela, aunque volteando el sentido algunas veces, como ya se ha hecho notar. Esta parte final del desenlace trágico de Jesús está tratado con rapidez condensada, como si Saramago se hubiera cansado de escribir o no tuviera más que decir para llamar la atención.
Su estilo es magnífico, originalísimo, cautivador. Se introduce como observador y comentarista cáustico o benévolo, en medio de la narración, permitiendo que el lector tome distancia de lo narrado y adquiera, si lo desea, una perspectiva crítica. La manía de algunos escritores que, como él, eliminan o trastornan los signos de puntuación, obliga con frecuencia a releer lo leído. ¿Es un truco para retener la atención o snobismo del estilo? Cualquier cosa se puede esperar de un escritor como Saramago, acostumbrado por lo visto a abofetear las convicciones sociales, aunque toquen el delicado terreno de lo religioso.
Noviembre 1995