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VIVIR PARA CONTARLA

Gabriel García Márquez

Bogotá, Ed. Norma, 2002, 579 p.

Acompañar a García Márquez en su infancia y adolescencia por las tierras que le vieron nacer; asistir a las trapisondas de una familia extensa, con muchos personajes que luego poblarán sus novelas; observar las ocurrencias de sus reportajes y notas periodísticas; adentrarse en los cafés donde pasa las noches en vela literaria y alcohólica, especialmente en el café Japy para asistir a la tertulia con don Ramón Vinyes; vivir las aventuras de un joven desordenado y pobre en la Barranquilla de los años 40. Todo eso y mucho más nos regala García Márquez en esta recreación de su vida, sabiendo que las cosas que cuenta no suceden como las narra, porque “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, como nos dice en el epígrafe.

Así se pueden explicar las exageraciones, las licencias de todo tipo, las desfiguraciones siempre sorprendentes de unos personajes que parecen haber vivido sólo para darle al escritor material para poblar sus escritos. Estos personajes realizan un doble viaje: de lo que fueron en realidad a la evocación del escritor, y de ésta de nuevo a la realidad escrita, donde quedan plasmados definitivamente como personajes de novela. Entre ellos cobran especial importancia los padres del escritor: el telegrafista Gabriel Eligio y Luisa Santiaga, cuyos amores ocupan una buena parte del comienzo de sus memorias. La madre se revela como una mujer dulce y fuerte, celosa y de carácter, capaz de parir once hijos, acoger a cuatro más y sacarlos a todos adelante prácticamente sola en medio de estrecheces sin cuento. García Márquez tiene por ella un cariño especial y devoto, como hijo mayor que era, y que se prolongó hasta su muerte reciente, el 9 de junio de 2002 a los noventa y siete años. El abuelo Nicolás también tiene relevancia en sus recuerdos de niño y fue él quien le regaló un enorme diccionario de la lengua, único libro que poseía y que reforzó la vocación literaria de Gabriel.

García Márquez fue un niño tímido, al contrario de Luis Enrique, el hermano que le seguía. Iniciado precozmente en el sexo por una prostituta a los 13 años, llevó una vida bastante desenfadada, sin aparentes remordimientos de conciencia. De niño tenía una memoria extraordinaria, que le permitía aprenderse poemas largos con dos o tres leídas; esto le valió el aprecio de los maestros aficionados a las letras, que le perdonaban su ortografía, siempre vacilante. Más tarde se muestra como un típico joven costeño, bullidor, desordenado, alegre, improvisador, talentoso e intenso, pero sin disciplina. Vive la vida a medida que le sale al encuentro, con una sola obsesión: ser escritor. En esos años jóvenes de Barranquilla, estrenando la vida independiente, confiesa que “en la soledad de los fines de semana, cuando los otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la mano izquierda en la ciudad desocupada. Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal. Sentía que sobraba en todas partes, y aun algunos conocidos me lo hacían notar”.

Desde niño tenía inclinaciones artísticas: cantante, dibujante y luego devorador de cuanto escrito literario cae en sus manos. Esta vocación por las letras le hace cursar la Secundaria con muy poca dedicación, tanto en el Colegio San José de Barranquilla como en el Liceo Nacional de Zipaquirá, y luego abandonar los estudios de derecho, contra la enorme presión autoritativa del padre y afectiva de la madre. Durante este tiempo lleva una vida bohemia, entre cafés, burdeles y salas de redacción de “El Heraldo”, de Barranquilla y la revista Crónica, que fundan un grupo de amigos con más imaginación que recursos. Luego trabajará en el vespertino bogotano “El Espectador”, más como literato que como reportero y escribirá recensiones cinematográficas. García Márquez se revela en esa vida juvenil como un hombre ajeno a todo lo que no sea la literatura y la obsesión por escribir. “La verdad de mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y sólo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre”. No le afecta demasiado el asesinato de Gaitán y la consiguiente represión militar, no parece importarle demasiado la situación de pobreza de la familia, aunque luego, ya más asentado, les enviará cada mes un puntual “bote de remos” para socorrer su penuria.

Se pone en estos años en contacto con muchos literatos, tanto colombianos como de fuera, a los que admira y dedica recuerdos afectuosos. Y hace un repaso de la génesis de “Memorias de un náufrago”, publicada primero en entregas y luego como relato completo, que mantuvo en vilo a los lectores durante muchos días. Es la historia de un marinero barrido de cubierta y arrojado al mar desde el A.R.C. Caldas, un destructor de la Marina colombiana, que venía sobrecargado con toda clase de artefactos para vender. Las peripecias del náufrago tuvieron un éxito arrollador y esto le costó a García Márquez disgustos posteriores tanto con la Marina como con el protagonista del acontecimiento.

En definitiva, una historia bien narrada, con anticipaciones y retrocesos en el tiempo, con un juego que el escritor domina y que hace mantener una atención constante al relato.

Diciembre 2002

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