EL ÚLTIMO CATÓN
Matilde Asensi
Barcelona, Plaza & Janés, 18ª ed. 2003 (1ª en 2001), 488 p.
Ciento treinta mil ejemplares en menos de año y medio indican el éxito que ha tenido esta tercera novela de Matilde Asensi, después de “El salón de ámbar” y “Iacobus”. Y con razón. Decir que es una novela original es decir poco. Lo es, porque desarrolla una trama extraña de ficción histórica con una maestría insuperable, con unos personajes muy humanos, que ganan las simpatías del lector, y esto lo hace con un lenguaje soberbio, con gran dominio del diálogo y de las descripciones. Sabe además anticipar en una frase situaciones futuras y mantiene así el interés en su máximo grado.
La Edad Media y, en general, la Antigüedad viene siendo el tema escogido por muchos escritores actuales: “La lápida templaria”, de Nicolás Wilcox: “Peón de rey”, de Pedro Jesús Fernández; “Río sagrado” y “El séptimo papiro” de Wilbur Smith y la saga de las novelas de Noah Gordon lo demuestran. Matilde Asensi ha investigado mucho, ha acumulado un impresionante arsenal de datos referidos a una secta, los staurofílakes o guardianes de la Cruz, cuya misión es custodiar la Vera Cruz, la cruz de Jesucristo descubierta en Jerusalén por santa Elena, madre del emperador Constantino, en el año 326 de nuestra era. Perseguidos por todos, no reconocidos por las iglesias cristianas, deben llevar una vida de ocultamiento hasta nuestro días. Los robos de muchos fragmentos del lignum crucis, dispersos por el orbe cristiano – Verona, San Juan de Letrán, Santo Toribio de Liébana, Caravaca, La Boissière, la Sainte-Chapelle, la catedral de México, el Consuelo de Guatemala – alertan al Vaticano, que escoge a tres personas para averiguar la razón de los robos. La orden del Papa es parar las sustracciones inmediatamente, recuperar las reliquias robadas, descubrir a los ladrones y, por supuesto, ponerlos en manos de la justicia.
Los tres investigadores escogidos para tal misión son el capitán de la Guardia Suiza Kaspar Glauser-Röist, el profesor Farag Boswell y la hermana religiosa Ottavia Salina, experta en paleografía y restauración de manuscritos antiguos. Cada uno de los tres protagonistas ha llevado hasta el momento una vida en nada parecida: proceden de lugares distintos – Suiza, Egipto, Sicilia – han tenido una familia que les ha marcado, y tienen una profesión y un enfoque religioso diferentes.
Las averiguaciones comienzan en el monasterio copto de Santa Catalina del Sinaí. En un códice antiguo ilegible, pero recuperado gracias a procedimientos electrónicos modernísimos, aparece la historia de los staurofílakes o guardianes de la cruz relatada por los sucesivos Catones o jefes de la secta, desde la invención de la cruz en el 326. La narración presentada por el códice recorre acontecimientos históricos conocidos: la toma de Jerusalén por el persa Cosroes en 614, el cisma de la iglesia en 1054, las Cruzadas. La Vera Cruz es llevada por los cruzados a Europa y astillada parcialmente en innumerables fragmentos que se reparten por el orbe cristiano. Los staurofílakes se reparten por las principales ciudades cristianas con el fin de lograr la restitución de los fragmentos, y logran recuperar la cruz en 1219, manteniéndola desde entonces en un lugar secreto. Para ingresar en la secta los aspirantes deben pasar pruebas durísimas y los tres protagonistas deciden pasarlas a fin de atrapar a los ladrones en su propia guarida. “Para que sus almas lleguen hasta la Verdadera Cruz del Salvador y sean dignas de postrarse ante ella, deberán purgar antes todas sus culpas hasta quedar limpias de toda mancha. La expiación de los siete pecados capitales se realizará en las siete ciudades que ostentan el terrible privilegio de ser conocidas por practicarlos perversamente, a saber, Roma por su soberbia, Rávena por su envidia, Jerusalén por su ira, Atenas por su pereza, Constantinopla por su avaricia, Alejandría por su gula y Antioquia por su lujuria. En cada una de ellas, como si fuera un purgatorio sobre la tierra, penarán sus faltas para poder entrar en el lugar secreto que nosotros, los staurofílakes, llamaremos Paraíso Terrenal…” (p. 109).
Todos estos datos aparecen en el códice de Santa Catalina del Sinaí, pero Boswell cae en la cuenta de que Dante Alighieri en la Divina Comedia dejó señalado el camino que deben transitar los aspirantes a través del Purgatorio hasta llegar al Paraíso. Les cuesta aceptar esa interpretación del famoso texto, pero poco a poco se va imponiendo a sus mentes. “Sólo hacía falta cambiar la forma de mirar el mundo, me dije, aceptar que nuestros ojos y nuestros oídos son unos pobres receptores de la compleja realidad que nos rodea, abrir nuestra mente y dejar de lado los prejuicios. Y ese era el sorprendente proceso que yo estaba empezando a sufrir, aunque no tenía ni idea de por qué” (p. 180-1).
El recorrido que hace Dante por los siete círculos del Purgatorio, acompañado por su guía Virgilio, será repetido por los tres protagonistas, que habrán de superar pruebas originales y durísimas en cada una de las ciudades antes mencionadas. La novela gana en dramatismo e intensidad, en alardes de ingenio creativo y erudición histórica y arqueológica. Los recorridos que van haciendo los tres protagonistas van cambiando lentamente su forma de ver el mundo y la vida, su fe, sus relaciones interpersonales. Superadas todas las pruebas, llegan por fin al Paraíso, descrito como un lugar utópico de armonía y felicidad, concordia con la naturaleza y sencillez de vida, ya que han sido eliminados los siete pecados capitales que perturban nuestro mundo. El final de la novela es inesperado y original, en armonía con la originalidad de la trama.
Matilde Asensi trasluce en la novela su poca simpatía por la Iglesia y en particular por el alto clero. El párrafo más duro está en boca de Glauser-Röist: “Arriba la gente no siempre trabaja en lo que le gusta. Más bien todo lo contrario. Mi fe en Dios es fuerte y eso me mantuvo durante los años que trabajé para la Iglesia, una Iglesia que ha olvidado el Evangelio y que, para no perder sus privilegios, miente, engaña y es capaz de interpretar las palabras de Jesús a su conveniencia. No, no deseo volver” (p. 474). En esta actitud coincide con muchos de los escritores contemporáneos, que separan institución y fe religiosa.
Diciembre 2003