Caminos de monte, senderos de trascendencia
El P. Luis María Armendáriz sj. ha publicado recientemente en Mensajero un libro sobre su experiencia montañera: Caminos de monte, senderos de trascendencia. Un jesuita sube la montaña. En él hace un recuento pormenorizado de los cientos de excursiones que le permitieron subir a más de mil picos en España, Austria, Alemania, Suiza, Centroamérica y Francia. Viviendo de joven jesuita en Orduña hizo una excursión extenuante de más de 13 horas, que llama “la vuelta a la cazuela”. Con otros dos compañeros les pasó de todo: niebla y lluvia, pérdidas, cansancio. En una nota al pie de página nombra a los dos compañeros de aventuras: “Como homenaje a mis compañeros quiero decir sus nombres: Antonio (Antxon) Zavala, el famoso investigador y recopilador de la literatura popular vasca y castellana… y Martín Díaz de Cerio, que de Orduña voló a América donde sigue trabajando por el evangelio y el bienestar de las gentes de Venezuela”.
Más adelante, haciendo la Tercera Probación en Gandía (1961) cuenta que fundó con permiso del P. Segarra un club de montaña, que bautizaron con el curioso nombre de Celestial Sión. “Esas son las palabras iniciales de los “gozos” de la Virgen de Codés, patrona de Azuelo, que Martín Díaz de Cerio nos enseñó a cantar: “De la celestial Sión donde habitas y nos ves, Madre de Dios de Codés, échanos tu bendición”. Pasó a ser el himno oficial del club”.
Y cuenta también que tras subir al Montcabrer, cerca de Gandía, “después de saciar la vista le llegó el turno al estómago. No he dicho aún que Martín Díaz de Cerio, además de enseñarnos el himno del club, reveló tal arte culinario que fue nombrado oficialmente cocinero del mismo. Hacía una riquísima tortilla de pimientos que devorábamos, pero no hacía otra cosa. A quien sugirió un día que variase de menú le respondió: “Si no quieres, a más tocará”. Nada amilanaba al bravo e ilustre hijo de Azuelo”.
En agosto de ese año 1961 “me invitó Micheo, que había estado conmigo en Gandía, a la boda de su hermana en Legasa. Fue un día estupendo, pero no fue menos el de mi última excursión en el Baztán. Era un 28 de agosto y el coche de línea nos dejó en Elorriaga, al pie de Mendaur, un monte que se ve desde media Navarra y a cuya cita no podíamos faltar. Esta vez, además de J.M. Mauleón, me acompañó otro joven filósofo, A. Martínez Munárriz.
En 1983 Armendáriz vino a Venezuela invitado por la Universidad Católica para un congreso de teología. “Pasé unos días en la capital y me acompañaron a visitar la ciudad y a contemplarla además desde la cumbre del Ávila que la supera en casi 2000 metros. El teleférico que lleva a ella estaba fuera de servicio, pero P. Galdos, un gran andinista, se ofreció a subir conmigo a pie hasta donde se lo permitiese un compromiso que tenía por la tarde. Llegamos hasta los 2000 metros, lo suficiente para una preciosa vista panorámica de Caracas y para poder conocer, cuando bajábamos por “las quebradas” la selva virgen, sus entresijos, sus árboles gigantes, como aquella ceiba entre cuyas raíces hacían fuego cuatro jóvenes montañeros.
Volé luego a Puerto Ordaz. Tenemos allí un colegio y en él trabajaban antiguos alumnos míos de Javier y de Oña. Me llevaron a ver los grandes ríos, el Caroní con sus cascadas y el majestuoso Orinoco. Pero lo más emocionante fue el paseo en avioneta por entre los famosos tepuis, esos gigantescos hitos que se alzan en la sabana y alcanzan los 2000 y 3000 metros de altura. De uno de ellos se desploma, convertido al final en nube, el Salto Ángel, la cascada que con sus mil metros de caída es la más alta del mundo. Hicimos un par de pasadas junto a ella antes de volver a casa por encima del famoso complejo turístico de Canaima.
Y, sabedores de mi afición a la montaña, aún me reservaban otra grata sorpresa: la ciudad de Mérida situada al pie del pico más alto de Venezuela, el Bolívar, que con sus 5007 metros de altura habría “roto mi techo” si hubiera podido subir a él. Pero por falta de tiempo, de compañero y de la necesaria autorización oficial, hube de contentarme con mirarlo largamente con su coqueto glaciar desde la estación de teleférico más alta del mundo, situada en Pico Espejo a 4760 metros, de la que salí para tomar contacto con los cuatromiles que la rodeaban y mirar el valle situado 3500 metros más abajo. Todo el conjunto sabía más a Pirineos que a Alpes, solo que en gigante.”
Caracas 9 de diciembre 2012