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CORRESPONDENCIA PRIVADA

Esther Tusquets

Barcelona, Editorial Anagrama, 2001, 188 p.

 

“Eduardo, cariño mío, tan tierno, guapo, seductor, imaginativo, entrañable, mi inolvidable amor, mucho me temo que, si por casualidad llevabas tú razón y ando yo equivocada, si realmente y contra toda probabilidad sí existe un Ser Supremo que se interesa personalmente por nosotros, aburridísimos insectos relegados al último rincón de la más misérrima de las galaxias, que uno a uno nos ama y que sigue el curso de nuestras vidas, y si ese Ser Supremo ha cedido al curioso capricho de juzgarnos a la hora de nuestra muerte, mucho me temo, pobre amor mío, que cuando llegue yo allí, te voy a encontrar sentado como un escriba egipcio ante la puerta del Reino de los Cielos, con blancos manguitos de escribidor, dedicándose aplicado a plasmar con plumas de ángel sobre el papel las obras que aquí abajo hubieras debido escribir y no escribiste.”

Ese párrafo final de la tercera carta refleja bien quién es la autora de esos recuerdos: una mujer que revisa su adolescencia enamoradiza, deslumbrada primero por su profesor de literatura, veinte años mayor que ella, y luego por un compañero de universidad, Eduardo, con el que desea escaparse de la casa para huir de la absorbente tutela materna. Con la madre tiene mala relación, – tema de la primera carta –, porque la ve como una mujer dominante – hasta el punto de que el padre no cuenta para nada –, frívola, aficionada al teatro, incapaz de trabajar. Ella hereda su afición por las tablas, que luego hace derivar hacia la escritura. Ambas cartas las escribe cuando ya sus destinatarios están muertos, porque lo importante es la descarga de sus sentimientos hacia ellos y su visión del mundo y de sí misma como mujer a la que le cuesta madurar, es decir, pensar más en los demás que en sí misma, entregarse sin recovecos, cosa que sólo parece lograr cuando ya es madre de unos hijos a los que adora y que ha tenido con Esteban, hombre casado con el que disfruta y pelea y luego se separa definitivamente. Él es el destinatario de la cuarta y última carta. Luego de la ruptura con sus amores, se estiran largos paréntesis de olvido con estos hombres, con alguno incluso sólo se restablece la relación poco antes de que él muera, por lo que la carta que le dirige es como una inútil petición de reconciliación.

La autora es agnóstica, a pesar de haberse educado en tiempos de Franco, cuando la educación religiosa era obligatoria y muchos simulaban unas creencias que no tenían. En estas confesiones disfrazadas de cartas muestra no sólo sus ilusiones y derrotas, sino también el mundo postizo en el que le tocó vivir.

El estilo es muy particular, lleno de incisos y más incisos que dificultan al lector seguir el hilo del discurso. Pero justamente es en esas digresiones donde aparece su inteligencia lúcida, juguetona y llena de humor que divierte a quien la sigue.

Diciembre 2013

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