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Santander, Sal Terrae, 2009, 285 p.

 

No es fácil escribir sobre Dios. En seguida piensa uno en abstrusas expresiones filosóficas o teológicas, que en nada ayudan al hombre común a enfrentar un tema de tanta trascendencia como éste, del que depende el sentido de la vida presente y futura. ¿Existe Dios o no? ¿Cómo influyen la fe en Dios o el ateísmo en la vida de cualquier persona? Manfred Lütz – psico-terapeuta, médico, teólogo y filósofo – conversa con el lector sobre la historia de la creencia o la increencia en Dios, y lo hace de una forma atractiva, cargada de humor y de referencias a la vida corriente. Por eso ha tenido tanto éxito este libro para ateos y creyentes, del que se han vendido en Alemania 150.000 ejemplares en dos años. Y es que él cumple lo que dice en el prólogo: “Cuanto más importante sea algo para todo el mundo, tanto más comprensible y sencillo habrá de ser lo que se diga al respecto”.

Hay un proverbio ruso que sirve de entrada al libro: “Gracias a Dios, Dios no existe. Pero ¿y si – Dios nos libre – existiera Dios?”. Sobre ese trampolín ingenioso cabalga el autor a lo largo de las páginas que siguen.

A vueltas con el psicoanálisis, del que Lütz fue practicante devoto, expone que sirve para analizar el proceso mental del creyente en Dios o del incrédulo, pero no responde a la pregunta metafísica sobre la existencia o inexistencia de Dios. La psicología y la psicoterapia modernas, dice el autor, no tienen nada que aportar a la pregunta por la existencia de Dios, porque no es su especialidad. Es como pretender decir algo sobre La flauta mágica de Mozart a partir de los informes psiquiátricos de los cantantes.

El autor mismo fue ateo en su juventud y luego creyente, y fueron innumerables conversaciones con creyentes y no creyentes, junto con la admiración, el amor y la belleza, las que le ayudaron a dar el paso a la fe. Por ejemplo, la música: “Nada trasciende de modo tan cierto y obvio la base meramente material de nuestra existencia como la música”. En definitiva, como dijo hace tiempo el sabio Blaise Pascal, él apostaría – por motivos racionales – su vida entera a la existencia de Dios, aun cuando no dispusiera de ninguna otra información al respecto. En caso de que Dios exista, la ganancia será infinita; y en caso de que no exista, la pérdida será pequeña. Quien de verdad cree en Dios vive de manera diferente de quien no cree en Él.

El ateísmo científico, basado en unas leyes de la naturaleza fijas e intocables, invalidan la concepción religiosa del milagro o intervención divina que las suspende. Pues bien, ese ateísmo real quedó fuera de foco con la teoría cuántica de Max Planck. Esta teoría “destruye de un golpe toda la imagen científica del mundo y preludia la batalla decisiva del ateísmo. De súbito se evidencia que la naturaleza no está gobernada por leyes deterministas que, siempre precisas, rigen de forma necesaria y sin excepción alguna, sino que, en último término, ya sólo existen probabilidades estadísticas. En todo momento son posibles acontecimientos inesperados, que no representan sino desviaciones estadísticas de la media y en modo alguno “contradicen las leyes de la naturaleza”, como se habría dicho antes. Con ello, dos mil setecientos setenta y un años después de Demócrito, se derrumba con estrépito el argumento decisivo de dos mil años de ateísmo”. (76) “En este momento de la historia universal, el ateísmo y la ciencia se habían avecindado tanto que casi parecían uno y lo mismo. En cualquier caso, estaban tan cerca uno de otro como nunca antes lo habían estado y como nunca volverían a estarlo. Pero entonces ocurrió el cambio repentino. Fueron primero la transformación introducida en las ciencias de la naturaleza por la teoría cuántica, la teoría de la relatividad y la teoría de la “gran explosión” (big bang) y luego las nuevas filosofías de la ciencia, como la de Karl Popper, las que negaron a la ciencia, por principio, la posibilidad de conocer verdades eternas. Lo cual condujo de golpe a la destrucción de los fundamentos intelectuales del ateísmo, algunos de ellos ya centenarios. Así como la Iglesia y la ciencia se habían distanciado emocionalmente tras el caso Galileo, así también, desde el punto de vista argumentativo, el matrimonio entre el ateísmo y la ciencia se vino abajo de súbito”. (137)

Lütz recorre la filosofía antigua y moderna y simpatiza con la indiferencia que mostró Sócrates ante el abigarrado panteón griego. Los padres de la Iglesia fueron honestos y sabios al traducir a los modos de pensamiento de su época las expresiones bíblicas, buscando que todos puedan acercarse al misterio de Dios. Descartes inaugura el racionalismo moderno, pero lo ve compatible con la confesión de fe. Lütz analiza la postura de Galileo – con tintes críticos de su vanidad – y luego la de Darwin, Einstein y Stephen Hawking. Es todo un recorrido del esfuerzo humano por acercarse a la comprensión profunda de la naturaleza, que en muchos casos no aparta de Dios, aunque sí en otros.

Relata lo que él llama “soluciones inesperadas”, es decir, la presencia de Dios en las vidas de gente que lo negaba. Véase el caso de André Frossard: “El francés André Frossard era ateo. Su padre había sido uno de los fundadores del Partido Comunista francés. Nada podía conmover el sereno ateísmo de Frossard. Entonces, con veinte años, el 8 de julio de 1935 pasó a una pequeña capilla en la Rue d’Ulm en el Barrio Latino de París, para buscar allí a un amigo. Como luego contaría él mismo, entró en la capilla a las cinco y diez de la tarde… y a las cinco y cuarto la abandonó como cristiano católico. André Frossard no estaba loco. Se convirtió en uno de los escritores y periodistas más famosos de Francia y en 1987 fue investido incluso como miembro de la Académie Française.

Él tampoco se dio importancia por esta vivencia. Sólo treinta y cinco años después escribió su superventas Dios existe: yo me lo he encontrado. En este libro Frossard cuenta cómo, buscando a su amigo, recorrió con la mirada a los que oraban en la capilla y, de repente, sus ojos se quedaron fijos en la segunda vela a la izquierda de la cruz, “no en la primera, ni tampoco en la tercera, sino en la segunda…”. Y entonces ocurrió. Primero escuchó las palabras: “vida espiritual”, y de una tuvo una vivencia de luz, de dulzura, de orden en el universo, de evidencia de Dios, “la evidencia que es presente, la evidencia que es persona, la persona de Aquel al que hasta un segundo antes había negado y al que los cristianos llaman Padre nuestro”.

Una vez fuera, el amigo, que había notado algo especial en su rostro, le preguntó: “Eh, ¿qué te ocurre?”. “Soy católico”, fue la respuesta, tan sorprendente para él como para su amigo. No se quedó en una vivencia momentánea. Frossard asistió a catequesis, se bautizó y murió en 1995, a la edad de ochenta años, como cristiano católico confeso”.

Tintoretto, la Sainte-Chapelle expresan bellamente la aspiración del hombre hacia Dios y el lenguaje en el que Dios nos habla a través del arte. La música también nos acerca a lo divino y nos hace más humanos. Eso es lo que presenta La vida de los otros, película alemana de 2006, en la que un espía de la Stasi se conmueve al oír tocar el piano a su espiado. Bach y Mozart nos elevan hacia Dios; a través de su música es más fácil sentir su presencia amorosa.

“Este libro es una obra muy subjetiva”, concluye Manfred Lütz. Cada uno de nosotros podría escribir cosas diferentes sobre Dios, o podría sentirlas aunque no las escriba. Lo importante es acercarse con humildad a Él, que está mucho más cercano de lo que pensamos: está dentro de nosotros.

 

Julio 2014

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