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Bogotá, Random House Mondadori, 2010, 210 p.

 

Lúgubre. Amenazante. Con una tristeza que va in crescendo. Ha ocurrido una catástrofe universal que el autor no explica, y un padre joven y su hijo pequeño vagan por planicies calcinadas, ciudades destruidas hace tiempo, carreteras de las que tienen que apartarse si aparece un espectro amenazador, que va como ellos en busca de comida. Poca encuentran en ese paisaje desolado y el cansancio va haciendo mella en el cuerpo del pequeño, que sólo quiere dormir, dormir… El padre se arriesga a revisar viviendas abandonadas y un pequeño barco escorado, y encuentra latas de fecha vencida e instrumentos que le sirven para abrirlas. Tropiezan con algún que otro mendigo abandonado, pequeñas partidas de bandidos de los que tienen que esconderse. Ruina, desolación, muerte. El padre no puede más: ha recibido un flechazo en una de sus correrías de inspección y al final sucumbe, dejando al pequeño en manos de otro transeúnte tan desolado como ellos.

¿Quiere ser simbólica esta narración tan desolada o tal vez es premonitoria? Puede simbolizar a la persona destruida por dentro, pero que logra sobreponerse a la muerte si tiene un motivo para vivir, que en ese caso sería el amor del padre por el hijo. Puede ser también premonitoria esta narración de cómo quedará el mundo después de una catástrofe nuclear, como les gustaría desencadenar a los terroristas islámicos… Sólo hay un retazo de vida en el amor del padre por el hijo, que lo mantiene vivo hasta el final… un rayo de esperanza en la negrura de la noche…

Zaragoza, Julio 2015

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