New York, Scribner, 2003 (orig. 1969), 286 p.
¿Se deben prolongar los cuidados médicos artificialmente a una persona en estado terminal? ¿Qué es más importante: prolongar la vida o ayudar a una muerte digna? Nuestra cultura aborrece la muerte porque encuentra en la vida demasiadas satisfacciones materiales, demasiados atractivos de tipo sensorial. La muerte no se menciona sino en eufemismos, se disfrazan los cadáveres. No era así hasta hace poco: la mortalidad infantil era muy elevada, las enfermedades infecciosas, las epidemias mataban a muchos hombres y mujeres jóvenes. La medicina ha hecho progresos impresionantes y sigue haciéndolo; ha prolongado la vida varias decenas de años, ha eliminado la mortalidad infantil, las enfermedades infecciosas están muy controladas y se pueden curar. ¿Ha mejorado por eso la convivencia humana, la alegría de vivir, el sentido espiritual y religioso? No, más bien han empeorado. Hasta hace pocos años en las sociedades cristianas la esperanza de la vida eterna era un paliativo grande a los sufrimientos. Uno puede criticar y no estar de acuerdo con ciertas posiciones religiosas masoquistas, como que el sufrimiento es deseable porque nos da méritos para la vida más allá de la muerte, pero es indudable que se vivía con la mirada puesta en el más allá y eso ayudaba a superar tanto sufrimiento corporal y familiar, como la pérdida de un hijo pequeño y de cualquier ser muy querido.
La muerte propia está por lo normal muy alejada de la mente de las personas jóvenes. Es más, en el inconsciente todos nos sentimos inmortales. Cada vez que muere alguien conocido se confirma esta especie de inconsciente: no fui yo, eso está lejos de mí. Pero no es así. Antes de que llegue una enfermedad grave, hay que pensar en la propia muerte y prepararse para ella mental y espiritualmente.
La doctora Kübler-Ross (1926-2004), graduada de médico en Zurich y de psiquiatra en Chicago, emprendió hace casi medio siglo un examen del ejercicio de la medicina que se esfuerza en curar la vida y en prolongarla como sea, prescindiendo del propio paciente. No se toma en cuenta su entorno familiar, porque se le aísla totalmente; no se indaga sobre sus deseos y sentimientos, sobre su propia percepción de la enfermedad. Se olvida que toda vida humana tiene un final y que es más importante ayudar a morir humana y dignamente que prolongar artificialmente la vida. Con cuatro estudiantes de teología del Seminario de Chicago comenzó en 1965 un seminario interdisciplinar sobre la muerte y el morir. Interrogar a pacientes terminales les resultó muy difícil, no por culpa de los enfermos, sino de los médicos, enfermeras, trabajadores sociales y capellanes, muchos de los cuales rechazaban tal intento que según ellos podía perjudicar al paciente. Fue al revés: mientras más posibilidades les daban de expresar lo que sentían, los pacientes mejoraban anímicamente y algunos hasta físicamente. Poco a poco se fueron convenciendo de lo valioso de la investigación y muchos, especialmente enfermeras, colaboraron con ella.
Cinco etapas dice la doctora que son frecuentes en el enfermo terminal una vez que se entera de que se va a morir pronto: 1) negación y aislamiento; 2) rabia; 3) negociación; 4) depresión; 5) aceptación. La negación funciona como una protección ante las malas nuevas inesperadas, permite concentrarse en el interior de sí mismo y movilizar con el tiempo otras defensas. La negación ocurre al comienzo y puede prolongarse durante toda la enfermedad. Solamente cuando el paciente lo quiere es conveniente hablar con él de su situación.
La segunda etapa es de rabia. Cuando no se puede mantener por más tiempo la etapa de negación, advienen sentimientos de furia, rabia, envidia y resentimiento. No suele durar mucho este brote emotivo.
La tercera etapa – la negociación – es un intento de posponer lo inevitable, rogando a Dios o a los médicos una última oportunidad de prolongar la vida.
La depresión. Cuando el paciente terminal no puede seguir ignorando su enfermedad, cuando se ve obligado a sufrir más cirugía u hospitalización, ya no puede mirar para otro lado. Tiene el sentimiento de experimentar una gran pérdida. El paciente está en el proceso de perder todo y a todos los que ama. Si se le permite expresar este dolor, encontrará más fácilmente la aceptación y estará agradecido a los que pueden sentarse con él en esta etapa de depresión sin decirle constantemente que no esté triste. Este es el momento en el que el paciente puede pedir simplemente una oración y en el que demasiada interferencia de los visitantes impide su preparación emocional más que favorecerla. Los que le rodean deben saber que este tipo de depresión es necesario si el paciente ha de morir en un estado de aceptación y de paz.
La aceptación no es una etapa feliz, está casi desprovista de sentimientos. Es como si el dolor se hubiera ido, la lucha terminada, y viene un tiempo del descanso final antes de la larga jornada. En ese momento es la familia la que necesita más ayuda, entendimiento y apoyo, más que el mismo paciente. La fe religiosa juega un papel importante en muchos de los pacientes para que acepten la muerte con tranquilidad. En el trabajo reseñado eran mayoritariamente metodistas o luteranos, aunque había algún católico. Ponerse en manos de Dios alivia la angustia de tener que morir.
La familia del paciente pasa por fases similares a las del enfermo. Al principio muchos de los familiares no creen que sea cierta la gravedad. Tal vez nieguen el hecho de la enfermedad o vayan de doctor en doctor esperando que el anterior haya hecho un diagnóstico equivocado. Pueden intentar viajar al exterior a clínicas o médicos famosos. Si son capaces de dialogar la situación entre ellos y con el enfermo, podrán tomar decisiones importantes con menos presión emocional.
Elizabeth Kübler-Ross experimentó en sí misma lo que había tantas veces visto y referido: sufrió a los 69 años una serie de ictus y fue confinada a una silla de ruedas por nueve años. Sufrió mucho pero serenamente, esperando la muerte que tardaba en llegar. En una entrevista a un periódico de Arizona dijo que estaba lista para morir, lo cual ocurrió en 2004 a la edad de 78 años.
Septiembre 2015