Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2010, 477 p.
Se trata de dos novelas, que recogen los recuerdos de Ágata sobre su vida, una mujer nacida en un pueblito del norte italiano en 1911, que emigró a la Argentina con cerca de 40 años de edad, dos hijos y un marido que le esperaba y que había emigrado un año antes. La primera novela, Oscuramente fuerte es la vida, presenta a la niña Ágata y su familia, su infancia feliz – a pesar de dos breves estancias como interna en centros para niños sin recursos – y los comienzos muy tempranos de su trabajo en fábricas de tejer. Ágata es una adolescente que tiene ojos y sentimiento para todo: el paisaje del Monte Rosso, del lago vecino, los caserones antiguos, el bosque, los rincones de la casa y también todas las personas que van pasando por su vida. Las más queridas son la abuela Antonietta, su madre, que muere cuando Ágata era niña, sus amigas Carla y Lucía, y Elsa, su madrina, que se casa con su padre después de que éste enviuda. Por supuesto, también Mario, un muchacho con el que sintoniza desde que lo conoce y que pronto se convertirá en su marido. Luego viene la dura época del fascismo y la más dura aún de la guerra, en la que tiene que temer los bombardeos y el abuso de fascistas y alemanes, aunque también la defensa apasionada de los partisanos. Mario se salva por poco en varias ocasiones y terminada la guerra decide emigrar a la Argentina, donde se instala y reclama a la familia: su esposa Ágata y sus hijos Elsa y Guido.
Pasan los años y Ágata decide regresar a su querencia cuando ya tiene 80 años, los dos hijos casados y cuatro nietos. Eso es lo que narra la segunda novela, La tierra incomparable. La familia trata de disuadirla, pero buena es ella para dejarse convencer. DalMasetto describe con todo detalle el primer viaje en avión que Ágata realiza: todo es nuevo, la sensación de volar, las azafatas, los cinturones de seguridad, los pasajeros, el barullo al llegar. La espera una religiosa, que tarda en llegar por el tráfico. Mientras tanto le han abierto la cartera y le han robado documentos y dinero. Así es Italia ahora, le dice la religiosa.
El encuentro en Tarni con la sobrina Elvira, hija de su hermano Carlo, es frío por parte del marido y de los dos hijos adolescentes. En cambio con su amiga Carla el encuentro es emotivo, aunque a ella se le va un poco la mente. Con la hija de Carla, Silvana, recorre el pueblo y lo ve cambiado, pero todavía confía en que la casa donde vivió siga igual. No es así y ella sufre. Es que ha querido volver al pasado, repetir lo que le ocurrió entonces, sentir lo que entonces sentía… y eso no es posible. La nostalgia primero, y luego la decepción, el vacío, la abruman. Ese es el centro de la novela: mostrar que no es posible vivir de nuevo, que lo pasado, pasado está. Que no hay vuelta atrás en la vida. Las señales y formas familiares que va buscando ahora no son las que ella había esperado encontrar. Las calles, los árboles, el ambiente tenían una intensidad y una intimidad de la que ahora carecen. El caserón que bombardearon, la plaza, el pozo y la represa… nada de eso existe y ella no lo quiere admitir.Siente la soledad.
El regreso tan tardío a su tierra lleva también consigo una serie de desencuentros y rechazos de los parientes de Mario su esposo, sobre todo de la cuñada Rineta, que vive sola y le reclama que no le ayudaran desde Argentina. En cambio se va anudando una relación grande de amistad con Silvana, la hija de Carla, que le acompaña a todas partes y le enseña muchos lugares nuevos en los pueblos de los alrededores. DalMasetto aprovecha esos recorridos para relatar con profusión de detalles los instrumentos inventados por los verdugos de los inquisidores para atormentar y matar a los indiciados de herejía. O los asesinatos que hacen los jóvenes neonazis en Italia y otros países europeos. Ágata se va convirtiendo en una intérprete de su propia vida y va poco a poco abandonando la idea de volver a su juventud. Más bien se siente como madre o abuela, de Nadia, la muchacha del bar, que le ha confiado sus amores y decepciones. Algo nuevo, que la desplaza del recuerdo persistente. Y sin embargo, ya hacia el final de su viaje, se reconcilia con el paisaje, con los recuerdos y consigo misma.“Estaba todo ahí, lo que ella había sido, lo que había dejado en el camino, lo que poseía, lo que todavía deseaba. Sentada sobre una piedra, las manos en el regazo, en el atardecer de ese valle, frente a esa llama sin tiempo, Ágata descansaba”.
Dal Masetto es un maestro en el difícil arte de insinuar estados de ánimo complejos y difíciles de expresar, que se adivinan en el interior de sus personajes y que sólo salen a la luz en un gesto apenas insinuado, en un movimiento brusco, en un cambio de voz, en una salida intempestiva. También es un maestro en la descripción, va repasando morosamente detalles pequeños de los paisajes, de las casas, de las habitaciones, muy poco de los atuendos o de los rostros. Es como si la memoria se hubiera detenido en un exterior grabado indeleblemente, que fuera la mejor expresión de estados interiores de nostalgia por lo que ya no puede volver a ser.
Enero 2015