Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2015, 406 p.
La autora bielorrusa, premio Nóbel de Literatura 2015, recoge en esta obra las voces de los afectados por el mayor desastre de la historia de la humanidad, ocurrido el 26 de abril de 1986, cuando una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, cerca de la frontera bielorrusa. Las consecuencias de ese accidente nuclear todavía siguen, aunque a pocos les importan. Más de 2 millones de personas se contaminaron de radiaciones que producen cáncer. El 23% del territorio de Bielorrusia está contaminado y se han eliminado del uso agrícola 264.000 hectáreas. Pero, como dice la autora, en este mundo hostil “todo parece completamente normal, el mal se esconde bajo una nueva máscara, y uno no es capaz de verlo, oírlo, tocarlo, ni olerlo. Cualquier cosa puede matarte… el agua, la tierra, una manzana, la lluvia. Nuestro diccionario está obsoleto. Todavía no existen palabras, ni sentimientos, para describir esto”. “Proyectadas a gran altura, las sustancias gaseosas y volátiles se dispersaron por todo el globo terráqueo: el 2 de mayo se registró su presencia en Japón; el 4 de mayo, en China; el 5, en India; el 5 y 6 de mayo en Estados Unidos y Canadá. Bastó menos de una semana para que Chernóbil se convirtiera en un problema para todo el mundo”.
La autora entrevistó a centenares de personas 20 años después y recogió los testimonios de los que vivieron en persona semejante desastre. Los hay de todo: las mujeres que presenciaron cómo llevaban a sus maridos como “limpiadores”, es decir, como hombres que se encaramaban encima de las estructuras todavía ardientes para arrojar arena y plomo y que murieron en poco tiempo; las mujeres que dieron a luz seres deformes o con prematura leucemia; los hombres que se ofrecieron voluntariamente o fueron reclutados para apagar un incendio del todo nuevo y en el que padecieron pronta muerte. Hay un comunista convencido que clama que todo fue culpa de la CIA y del imperio norteamericano, que el comunismo es la salvación de la humanidad, que son patrañas las que han esparcido las potencias occidentales sobre el descuido de las autoridades soviéticas. Es impresionante en ese sentido cómo se puede lavar el cerebro para no ver una realidad más evidente que el sol a mediodía. Las autoridades soviéticas, empezando por Gorbachov, afirmaron rotundamente que el incendio había sido controlado, que no había nada que temer y castigaron a los pocos militares o periodistas que se atrevían a describir lo que veían.
La obra deja en el lector muchos interrogantes. ¿Será capaz el ser humano de controlar la energía nuclear? ¿Qué pasaría si llegasen a manos de los radicales islámicos algunas de las miles de bombas nucleares que reposan como disuasión defensiva en tantos arsenales mundiales? ¿Está loco el ser humano cuando almacena tal poder, que puede destruir varias decenas de planetas como la Tierra? ¿Será la radiación la causa de la destrucción de la raza humana? En ese sentido, el subtítulo de la obra, “Crónica del futuro”, quiere ser premonitorio. ¿Es Chernóbil un adelanto de lo que nos espera?
Como esa posibilidad no es una ficción de novela sino que es real, no nos queda más remedio que hacer consciente a la mayor parte de los habitantes de la Tierra de su amenaza y pedir a Dios con fuerza para que transforme los corazones y se haga imposible tal destrucción: “que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte de haberle dado un día las llaves de la Tierra”.
Maracaibo, 31 de diciembre 2015