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Madrid, Santillana, 199, 427 p.

 

Saramago es desconcertante por la originalidad de su pensamiento y de su expresión escrita. Tiene una facilidad inmensa de enlazar pensamientos que podrían parecer banales, pero que se dan en todos nosotros. Una expresión o incluso una sola palabra le sirve para irse “por los cerros de Úbeda”, pero siempre retorna con ganancia. Y sabe enlazar dos historias separadas por ocho siglos y medio, una real – la del cerco de Lisboa ocurrida en 1147 – y otra, la reconstrucción ficticia que Raimundo Silva, protagonista de esta novela, va haciendo de ese cerco. A ello le impulsa el haber puesto un NO como corrector de pruebas en una frase central de la historia escrita por otro: los cruzados (NO) ayudaron al rey Afonso Henriques en la conquista de Lisboa. La historia real la han escrito varios historiadores portugueses y Saramago va comentando, en boca de Silva, lo buenas o lo malas que le parecen esas historias, pero tiene que justificar el No que las contradice, y por ello se inventa mil razones para desarrollar con mucha imaginación una historia que no existió.

En palabras de Nora Pasternac: “Raimundo Silva es un modesto corrector de pruebas de una editorial y está corrigiendo un libro que cuenta, quizá por enésima vez en Portugal, la historia del cerco de Lisboa. Allí donde decía que los cruzados habían ayudado a los portugueses a recuperar Lisboa de manos de los moros, el habitualmente tranquilo señor Silva se atrevió a escribir que los cruzados no habían ayudado a los lusitanos. Pocos días después el error deliberado es descubierto y Raimundo es convocado por la editorial. A partir de ese, al fin y al cabo, modesto pero escandaloso gesto de rebeldía se producen los cambios en la vida del corrector, y la ficción puede desplegarse.”

Paralelamente a esta historia se produce el acercamiento entre el corrector Silva y la nueva jefa suya en la editorial. Al principio chocan, ella le recrimina su metida de pata, pero luego van sintiendo un atractivo mutuo que el autor va tratando despaciosamente. No saben confesar lo que sienten, se justifican, se enredan en mil excusas. Parecen dos adolescentes que sienten por vez primera el amor. Al final, el amor triunfa, como triunfa también en dos personajes de la historia fingida que va escribiendo el corrector.

Saramago no es creyente y trata los temas religiosos con poco respeto. En esta novela menciona con burla a Dios o Alá, que combaten cada uno por sus huestes como si fueran dioses contradictorios. Los sitiados confían en Alá, los sitiadores invocan a Dios y a la Virgen María, pero para Saramago eso no pasa de ser anécdotas sin relieve. Lee historias de un libro sobre milagros de san Antonio de Padua y los trata como juegos de magia sorprendentes.

En cuanto a la expresión escrita de Saramago, Nora Pasternac la describe muy bien. “Lo más sorprendente es la escritura de Saramago: por una parte está el uso nada convencional de la puntuación, transgresión deliberada de un sistema constituido y fijado, que en este texto se vuelve fluido y novedoso; y por otra parte, la digresión, también caminos que se bifurcan, la obsesión alusiva, la superposición de significados acumulados en las palabras y en las expresiones de la lengua común, el tortuoso vagabundeo del narrador (que a veces sabe más que el lector y a veces finge quedarse atrás), la interpretación humorística de los hechos y el uso proliferante del estilo indirecto libre.”

 

Abril 2016

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