Madrid, Editorial Encuentro, 2016, 469 p.
Como dice muy bien en el prólogo, escribir las memorias puede parecer vanidoso a algunos de los que las lean, pero sirve mucho para otros que han recorrido un camino parecido. Es mi caso. Desde el principio he sintonizado con Fernando Sebastián en cuanto al ambiente infantil de la postguerra, en cuanto a la vocación religiosa, en cuanto a su visión de la vida. Él es claretiano y yo jesuita, pero los ambientes eclesiásticos y religiosos que vivimos en los años de la postguerra son los mismos. Hace un excelente retrato de la república española en su último año cuando ganó el Frente Popular, de sus excesos antirreligiosas sin justificación alguna, como por ejemplo los más de 7.000 religiosos asesinados por el hecho de serlo. Insiste con toda razón que hay que ver las cosas sin anacronismos, situándose en la época y por eso va criticando en el libro el sinsentido que significa volver a la “memoria histórica” tal como la entienden algunos miembros del PSOE.
Su vocación religiosa, surgida en la Congregación Mariana, su difícil año de noviciado en Vic entre 1945 y 46, en donde no encontraba sentido a muchas prácticas espirituales de entonces, sus estudios de filosofía en Solsona, en los que tanto le ayudó el P. José Solé Roma, salvado de morir al borde la carretera por un soldado que de él se apiadó. Vivió pues en Cataluña y quiere a los catalanes, pero no entiende el nacionalismo independentista ni lo acepta.
En los estudios de teología le ayudó el P. Pedro Franquesa, profesor de Antiguo y Nuevo Testamento. Leyó con fruición a autores de gran categoría intelectual, no bien vistos en la España de entonces, como Unamuno, Ortega, García Morente, Julián Marías, Pío Baroja, Zubiri. En conjunto y como resumen, “seguía con apasionamiento la historia del pensamiento español y europeo y trataba de encontrar respuestas cristianas a las polémicas del momento con el estudio intenso de la Filosofía y la Teología” (p. 84). La lectura de los seis tomos de Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller le hizo pensar que podía difundir el pensamiento cristiano en ambientes universitarios. Nombra a David García Baca, que se secularizó y se fue a vivir a Caracas, donde fue altamente considerado en la Universidad Central de Venezuela.
Su ordenación sacerdotal fue como un añadido a su vocación de religioso claretiano. Era así entonces en todas las congregaciones religiosas y así fue también en mi caso. El sacerdocio era como un servicio añadido a la principal vocación, que era a la vida religiosa.
Menciona a un P. Josef, que promovió los cursillos de cristiandad con todo ímpetu y por su cuenta. Su comentario sobre la manera de actuar del P. Josef me recuerda al P. José María Vélaz: “Es posible que se saliera un poco de la disciplina institucional. Eso ocurre a veces con los grandes organizadores… En este caso, como en muchos otros, las instituciones religiosas cumplen una gran función preparando personas en espiritualidad y capacidad intelectual que luego hacen sus obras y abren caminos por su cuenta, más allá de las obras y los mandatos institucionales” (p. 116). Eso es lo que pasó con el P. Vélaz y su gran obra Fe y Alegría.
Fue profesor, decano y luego rector de la Universidad Pontificia de Salamanca, donde supo de la teología de la liberación y leyó a sus principales autores. No le gustó su apoyo intelectual en el marxismo; eso es hacer más importante una ideología atea que los fundamentos de la fe. El Concilio Vaticano II le gustó mucho, porque siempre sintió que la Iglesia debía renovarse, que la filosofía escolástica necesitaba renovación (al estilo de lo que pensaba Julián Marías), que lo importante no está en la cabeza sino en el corazón.
Va relatando los avatares de su vida sacerdotal hasta que lo nombran obispo de León y cómo allí se dedicó con gran dedicación a acompañar a los párrocos, tantas veces solitarios en los pequeños pueblos. Tuvo mucha sintonía con el cardenal Tarancón, que fue el que lo promovió al episcopado. La situación política española de aquellos tiempos era difícil, como lo demostró “el caso Añoveros”, obispo de Bilbao, que promovió el eusquera, prohibido por entonces, y que tuvo que salir exilado. No muestra simpatía por la prelatura del Opus Dei, que considera al margen de las formas de vivir la vocación consagrada que deberían ser normales en la Iglesia.
De la Iglesia protegida y cohibida de los tiempos de Franco se pasó después a una Iglesia más abierta y más en sintonía con el mundo moderno. Como secretario de la Conferencia Episcopal Española, Sebastián tuvo relación con el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra, algo que extrañó mucho a los socialistas y a los católicos tradicionales. Eran tiempos de apertura de parte y parte y ahora, cuando escribe las memorias, lamenta que hayan vuelto los tiempos enconados de la intransigencia antirreligiosa por parte de los partidos mal llamados de izquierda.
Ser obispo de León y secretario de la CEE era muy fuerte y no podía cumplir ambos encargos. Fue a Roma y consultó con Martínez Somalo, que le mantuvo como secretario y por tanto tuvo que renunciar al obispado de León, algo que le dolió mucho.
La importancia de la educación queda resaltada muchas veces, con lo cual sintonizamos todos los que nos hemos dedicado toda la vida a enseñar. Ahí van algunas citas:
“Tenemos que animar a nuestros educadores, a los responsables de la vida pública, a todos los ciudadanos activos y responsables, a favorecer un modelo de vida serio, coherente, sobrio y verdadero, amigo del trabajo bien hecho y de la perseverancia en grandes proyectos, que haga crecer la esperanza y la creatividad en nuestros jóvenes”. (p. 19)
“Es difícil exagerar el bien que se puede hacer en la docencia con una actitud de afecto, dedicación y atención personal a los alumnos que tienen verdadero deseo de aprender. Cuando estoy con Profesores de lo que sea, les animo a dedicarse con ilusión a su trabajo. Encontrar un buen profesor en el momento oportuno puede ser decisivo para toda la vida”. (pp. 82-3)
De obispo de León pasó un breve tiempo como obispo coadjutor en Granada y luego en Málaga, en donde vivió muy a gusto. Pero luego lo hacen arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela y ese fue un cargo difícil que regentó por catorce años. Difícil por las tensiones internas en la diócesis entre algunos pocos sacerdotes que se identificaban con los abertzales y en último término con ETA; difícil, porque había por el contrario comunidades muy tradicionales y algunas con poca atención, como en el valle de Baztán; difícil por la pretensión de grupos radicales que le exigían ponerse de su lado. Desde luego, como él dice, “La sociedad navarra tiene una complejidad étnica y cultural que en el resto de España no siempre se tiene en cuenta… Actualmente tiene un nivel económico por encima de la media europea… La foralidad ha conseguido hasta ahora unificar a todos los navarros y mantenerlos unidos a España cómodamente. No creo que haya razones objetivas que aconsejen modificar esta situación. Se podrían crear conflictos graves”. (p. 316)
Recorre sus años de obispo diciendo que a veces se sintió marginado: “Me he sentido un poco marginado de la Iglesia en varias ocasiones. La primera al terminar como Secretario de la Conferencia y verme enviado a un lugar donde no hacía ninguna falta. Cierto que era Coadjutor con derecho a sucesión, como se decía entonces. Un derecho difícil de alcanzar, pues faltaban siete años para que el obispo titular tuviera que dejar la diócesis. De hecho, nunca fui titular de Granada.” Luego, cuando D. Antonio Rouco le dijo que iba a ser Presidente de la CEE, pero cuando Rouco volvió de Roma siguió él de presidente. Lo tomó con tranquilidad e incluso con agradecimiento.
Sebastián ha sido siempre un hombre de Iglesia, que no entiende cuando ciertos movimientos quieren vivir una vida casi independiente aunque sea proclamada como plenamente cristiana. El Opus Dei y las Comunidades Neocatecumenales no gozaron de su apoyo por esa razón. Pero fue sobre todo el grupo de Lumen Dei, fundado por un jesuita en Cuzco (Perú), el que más disgustos le dio. Nombrado por Roma Comisario Pontificio para revisar los estatutos y la manera de actuar de ese grupo, tuvo enormes dificultades por la renuencia de los cabecillas a ceder a los mandatos del comisario, que simplemente quería conocer cómo actuaban. Fue imposible, impugnaron su nombramiento, se negaron a reunirse con él y a presentar documentos. Y tanto poder tenían en el Vaticano, que lo quitaron de Comisario y pusieron a otro, que dejó las cosas como estaban. Años más tarde intervino de nuevo Roma y cambió las cosas, pero ya Sebastián estaba retirado.
La vejez es un don, algo con lo que no está de acuerdo nuestra cultura juvenilista y atropellada, que desprecia todo lo que no sean récords físicos, resultados atléticos, triunfos de multitud. “La vejez es distancia, serenidad, síntesis. Pierdes fuerzas físicas, dejas de vivir bajo la presión de muchas ocupaciones, te vas quedando al margen de los acontecimientos, dejas de sentirte importante, ganas tiempo y tranquilidad para verlo todo desde una cierta distancia espiritual, sin apetencias, sin inquietudes, con una serena objetividad”. (p. 460-1)
Da una visión muy acertada de la última etapa de su vida, que comparto plenamente: “En esta última etapa de mi vida veo claramente que el principal asunto de la vida es preparar el encuentro con el Señor. Cada momento de oración es un ensayo de este encuentro definitivo. Y cada momento de la vida tenemos que vivirlo con el ánimo y el espíritu de la vida celestial. El Cielo se nos va haciendo cada vez más cercano, más familiar. Ahí están nuestros seres más queridos. La casa familiar que ha desaparecido en la tierra se va reconstruyendo en el cielo. Los abuelos, los padres, los hermanos y muchos amigos están ya allí esperándonos. Cierto que el que crea ese nuevo hogar es Jesucristo resucitado Está allí para prepararnos un sitio. Él es nuestro sitio”. (p. 441)
Fernando Sebastián fue un hombre de fuerte carácter, de ideas claras, pero que no quiso imponer sino discutir. Sufrió contradicciones, malentendidos, rechazos, pero nunca perdió la paz. Vivió en plenitud de la fe en Jesucristo y en el deseo de servirle.
Una excelente autobiografía, que rezuma esa sabiduría que da la vejez en una vida plena de sentido. Confío en que haga bien a muchos, no sólo a los viejos como yo.
Zaragoza, junio 2017