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ARRUPE, un santo de nuestro tiempo.

Toda la comunidad jesuítica del Colegio Gonzaga de Maracaibo estábamos mostrándole las instalaciones al P. Arrupe. Era a comienzos del mes de agosto de 1976. Cruzando el jardín de entrada y al otro lado del edificio de la dirección hay unos bebederos. Apenas los vio Arrupe se encaminó hacia allá y se inclinó sobre uno de ellos para tomar agua. El calor era maracucho, desde luego. El P. Eduardo Briceño, Asistente para América Latina, preguntó: ¿Alguno puede prestarle al P. Arrupe una camisa blanca de manga larga? Es que no ha traído más que una y está todo sudado. Yo me apresuré a buscar una mía después de decirle: No se la presto, se la regalo. Y así es como pude hacerle un regalo inesperado al P. Arrupe, el santo General que nos visitaba.

No tengo duda de que fue un gran santo. Así lo testimonia también Pedro Miguel Lamet sj, que lo entrevistó en julio de 1983 durante veinte días cuando ya Arrupe estaba postrado después del ictus que sufrió en agosto de 1981 al regreso de un viaje a Filipinas. El retrato que se desprende de su gran biografía “Arrupe, testigo del siglo XX, profeta del XXI” es magnífico, lleno de admiración por este hombre excepcional. Arrupe fue un hombre muy sencillo, desprendido, austero, muy afectuoso y de una vida espiritual como no la he oído de nadie: dos o tres horas de oración diaria y misa muy devota, que a veces duraba dos horas o más. Y junto con eso, una capacidad de trabajo, de visitar y recibir a gente de todas clases, especialmente jesuitas. Su alegría contagiosa, su confianza en los demás, su cercanía humilde y servidora son prueba de que estamos ante un hombre excepcional.

Su vocación a la Compañía, cuando estaba estudiando la carrera de medicina, llamó la atención de sus compañeros de curso, entre otros del que sería premio nobel de medicina Severo Ochoa. Sufrió la expulsión de los jesuitas en tiempos de la República española en 1932 y eso le permitió formarse en Valkenburg y en Cincinnati. Desde el noviciado solicitó ir a Japón, a donde por fin le destinaron en 1938. Su empeño por entender el alma japonesa e inculturarse en un mundo tan distinto requirió de él enorme interés y esfuerzo, pero lo logró. Tanto, que llegó a ser maestro de novicios y luego provincial. Vivió de cerca la bomba atómica de Hiroshima, acontecimiento que le marcó para toda la vida. Recorrió el mundo presentando su libro “Yo viví la bomba atómica”, con el fin de recabar recursos para ese maltrecho país.

No voy a recorrer su vida, como lo hace magistralmente el P. Lamet, quien recabó información en Japón y Europa de numerosos jesuitas que convivieron con él y de las numerosas cartas que escribió a sus hermanas y a sus primos y sobrinos. Arrupe fue profeta de una Iglesia nueva, tal como la intuyeron los padres conciliares del Vaticano II. Amó entrañablemente a Jesucristo, con el que tenía una confianza y una unión amorosa extraordinaria y privilegiada. Su devoción al Corazón de Jesús la plasmó en sus escritos, en sus confidencias a jesuitas y amigos. Tuvo sin duda dones místicos, que él refiere con mucha modestia. Presenció tres curaciones milagrosas en Lourdes, antes de ser jesuita, que le ayudaron a decidirse por la vida religiosa. Gran devoción la suya por la Iglesia y el Romano Pontífice y – misterioso designio de Dios – es sabido lo que tuvo que sufrir de dos papas – Pablo VI y Juan Pablo II, ya canonizados – que amaban a la Compañía de Jesús, pero no entendían el camino actualizado que quería Arrupe para ella. No hay santo que no sufra incomprensiones, rechazos, malas interpretaciones, y Arrupe los sufrió, pero supo salir más fortificado de todo ello. La noche oscura del alma la sufrió sobre todo durante los más de nueve años que pasó enfermo, imposibilitado de valerse por sí mismo, entregado a la cruz del Señor.

Ya está introducida su causa de beatificación. Para bien de la Iglesia y de la Compañía, no dudamos que progresará rápidamente. Nos lo merecemos como jesuitas, se lo merece el mundo actual, tan necesitado de testigos del Dios vivo.

Octubre 2019

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