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Madrid, Rialp, 2001, 538 p.

 

Esta famosísima obra, publicada en 1827 por Manzoni con el título de I promessi sposi, se desarrolla en los dominios españoles del Milanesado entre 1628 y 1630. Allí se escenifican las luchas del monarca español Felipe IV a través de Gonzalo Fernández de Córdoba y luego de Amadeo Espínola por defender este dominio frente a las ambiciones de los franceses. Es también la presentación literaria de las costumbres y manera de vivir de las distintas clases sociales: príncipes, señores feudales (que todavía los había, aunque sin ese nombre), ricos aristócratas, gente dominante de todo tipo, campesinos humildes, trabajadores, amas de casa. Se puede llamar por eso una novela costumbrista.

En ese trasfondo se sitúa la relación de dos jóvenes, Lorenzo y Lucía, gente humilde que quiere desposarse, pero que sufre los atropellos de don Rodrigo, que quiere a Lucía para sí. Este Rodrigo es uno de esos personajes prepotentes, que hace su voluntad y su capricho sin que las autoridades civiles o eclesiásticas se atrevan a intervenir. Amenaza al párroco, don Abundo, para que no consienta el matrimonio y el cura, personaje egoísta, cobarde, que sólo piensa en su pellejo, le hace caso. Suceden una serie de episodios tremendos, como el rapto de Lucía por parte de un amigo de Rodrigo, que la lleva a su castillo para entregársela después, pero ocurre la conversión de ese amigo, que era un “bravo”, algo equivalente hoy día a un jefe de mafia poderosa y armada. El bravo se convierte de su mala vida y libera a Lucía. Pero ella no puede encontrarse con su amado, porque Lorenzo ha tenido que huir de la región por verse acusado de levantisco contra la autoridad. Un fraile capuchino, fray Cristóbal, protege a los jóvenes y los envía a lugares protegidos, pero él mismo sufre las represalias de los prepotentes, que lo quieren ver lejos de Lezzo, el lugar donde viven los jóvenes.

Ese hilo argumental se interrumpe una y otra vez por situaciones y personajes diversos, a los que el autor concede una importancia excesiva que convierte a la novela en un rompecabezas. Hay sin embargo entre ellos personajes memorables, como el cardenal Federico Borromeo, sobrino de san Carlos Borromeo, que siendo de familia rica vive austeramente, se acerca al pueblo, que le adora, ayuda a todo el mundo… una imagen de eclesiástico que sería el ideal y que algunos Papas recientes quieren realizar. También aparece in extenso la vida y milagros del amigo de don Rodrigo antes de su conversión, pero que cambia radicalmente después de su encuentro con el cardenal Federico.

Al final de la novela se desarrolla la situación que provocó la terrible peste de 1630, que causó la reducción de la población de Milán a una quinta parte. Allí muere hasta el apuntador, entre otros don Rodrigo, pero no el cardenal Borromeo que dedica todos sus esfuerzos a frenarla y a defender a todos frente a ella. También fray Cristóbal tiene un papel importante salvando vidas, hasta que él mismo sucumbe a la peste, pero ha logrado propiciar antes el encuentro de los novios y liberar a Lucía de un voto de virginidad que hizo en el momento más terrible que vivió. Hay otros personajes nobles y algunos pícaros, que se aprovechan de la ignorancia o el temor de los demás ante la peste. Esparcen el rumor de que no hay tal peste, sino el contagio que unos “untadores” propagan, algo que la gente simple e ignorante acepta supersticiosamente.

Al final se produce el matrimonio entre Lorenzo y Lucía, diferido una y otra vez y puesto en peligro por las circunstancias históricas. Lo hace el párroco don Abundo, no sin reticencias de su parte, que lo siguen presentando como un hombre excesivamente temeroso y egoísta.

El lenguaje utilizado por Manzoni es de dos tipos: recargado, pesado y aburrido cuando se sale del tema y se introduce en la historia o los personajes de época, y mucho más ágil y atractivo cuando pasa al diálogo de las personas y a la narración de los acontecimientos del momento. Por cierto que se le ocurre dialogar con el lector a propósito de un tema como pidiéndole permiso o excusándose porque no son buenas las fuentes en las que se basa. También dice apoyarse en un anónimo que presenta como autor de la narración. Un artificio literario simpático que ya utilizó Cervantes en El Quijote.

Zaragoza, agosto 2015

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