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Barcelona, Editorial Planeta, 2001, 382 p.

Nacido el 15  de agosto de  1769 en Ajaccio, Córcega, se mostró desde pequeño como un hombre muy serio, obstinado en sus propósitos, sin ceder ante nadie, apasionado al máximo, con el ideal de triunfar en todo y llegar a las máximas cumbres. Eso mismo lo hizo admirado por todos, envidiado por todos y antipático para la mayoría. Uno de sus enemigos, Antraigues, hace de él una descripción con la que el mismo Napoleón estaba de acuerdo:

“Ese espíritu destructivo, perverso, atroz, malvado, fecundo en recursos, que se encoleriza ante los obstáculos, para quien la existencia no vale nada y la ambición todo, que ansía ser el amo y está resuelto a serlo o a morir, sin freno ante nada, que aprecia los vicios y las virtudes únicamente como medios, con absoluta indiferencia hacia unos u otros, es la estampa del hombre de Estado. Por naturaleza violento hasta el límite, se refrena por el ejercicio de una reflexiva crueldad que le permite dominar su ira y diferir sus venganzas, con la imposibilidad física y moral de existir un solo momento en reposo… Bonaparte es un hombre de poca estatura, figura menuda, ojos ardientes, algo en la mirada y en la boca que resulta atroz, disimulado, pérfido, parco en palabras, pero que discursea cuando su vanidad está en juego o puede verse contrariada. De mala salud, y en consecuencia de mala sangre, está cubierto de herpes, y esa clase de enfermedades acrecienta su violencia y su actividad.

Ese hombre está siempre entregado a sus proyectos, y sin distracción. Duerme tres horas por noche, no toma medicamentos más que cuando los sufrimientos le resultan insoportables. Desea dominar Francia y, a través de Francia, a toda Europa. Todo lo que no sea eso le parece, aunque sean triunfos, tan sólo medios. Roba abiertamente, saquea para su inmenso tesoro personal oro, plata, joyas, pedrería, pero eso solo le interesa como útil recurso. El mismo hombre capaz de robar a fondo a una comunidad, concederá sin vacilación un millón al hombre que pueda serle provechoso… Con él una transacción se hace en dos palabras y en dos minutos. Esos son sus medios para seducir”. (pp. 146-7)

Nunca tuvo nadie una carrera militar más rápida. A los 24 años ya era general y lograba imponer su visión al omnipotente Directorio. Las muchedumbres lo aclaman en París, para envidia de los directivos y él cae en la cuenta de que su mundo es la guerra y exige que lo manden a Egipto para colonizar ese país. Su único fracaso fue afectivo. Enamorado y casado en marzo de 1796 con Josefina de Beauharnais, seis años mayor que él, a la que escribe cartas apasionadas en todas sus correrías, ella tiene amante tras amante y eso destroza a Bonaparte. Vive para la conquista, pero siempre solo. Con su hermano mayor José es con quien a veces se desahoga:

“Tú eres el único que me queda en la tierra. Tu amistad me es muy valiosa; para convertirme en misántropo solo me falta perderla y ver que me traicionas. Es una triste posición la de concentrar todos los sentimientos hacia una misma persona  en un mismo corazón… ¿Me comprendes? Estoy asqueado de la naturaleza humana. Necesito la soledad y el aislamiento. Las grandezas me deprimen. El sentimiento se me ha resecado, la gloria es desabrida. A los veintinueve años lo he agotado todo. ¡No me queda más que volverme abiertamente egoísta!” (p. 176)

Estando en Egipto, vuelve a gustarle otra mujer, la esposa del teniente Fourès, y para alejarlo de ella, le envía al mar con una carta secreta para que lo apresen los ingleses. Estos devuelven al teniente, pero su esposa se divorcia de él. Historia parecida a la de David con la mujer de Urías.

Va creciendo en seguridad en sí mismo y en el convencimiento de que es un ser providencial puesto por Dios para engrandecer a Francia y llevar la paz a Europa. No duda en dar órdenes contrarias a las esperadas. Es muy bueno como estratega para sorprender al enemigo, pero cuando ve que la campaña de Egipto no va bien, regresa a Francia para enfrentar a sus detractores. Las multitudes lo aclaman y él va creciendo en ambición. Se disuelve el Directorio y logra que le nombren primer cónsul, es decir, el máximo poder en Francia, pero aún tiene que luchar contra la envidia y las ambiciones de antiguos jacobinos y persistentes realistas. Sale ileso de varios atentados, como rozó la muerte en varias acciones de guerra. No le importa morir, está acostumbrado a poner su vida en peligro.

Napoleón fue católico, pero subordinó la religión a sus ambiciones. En una entrevista con el nuncio papal Consalvi le dice: “Dirán que soy papista, pero yo no soy nada. Era mahometano en Egipto y sería católico por el bien del pueblo. No creo en las religiones… pero sí en un Dios creador” (p. 261) Considera que el pueblo necesita una religión, porque ella modera las pasiones e inspira la paz y la concordia.

Está convencido de que sólo hay un secreto para dirigir el mundo: ser fuerte, porque en la fuerza no hay error ni ilusión, es la verdad al desnudo. Esa es una frase que pueden suscribir todos los dictadores que hubo, hay y habrá en cualquier latitud y en cualquier época. Su visión del amor y la amistad es profundamente despegado y escéptico:

“¿En quién se puede confiar? La amistad es tan solo una palabra. Yo no quiero a nadie. No, no quiero a mis hermanos. A José quizá un poco; pero inclusive si lo quiero es por el hábito, porque es mi hermano mayor, ¿A Duroc? Ah, sí, lo quiero… En cuanto a mí, me da igual; sé que no tengo verdaderos amigos. Mientras sea lo que soy, simularé amistad con quienes me plazca. Dejemos llorar a las mujeres: es su función. Pero yo no debo ceder a la sensiblería, sino ser firme y tener el corazón duro; de otro modo no podría ocuparme de la guerra ni del gobierno”. (p. 272)

Napoleón sigue subiendo. Logra que en 1802 lo hagan cónsul vitalicio en un plebiscito que gana por abrumadora mayoría. Cada vez está más convencido de que él es la Revolución Francesa y solo él la puede sostener. La gran rival de Francia es Inglaterra, que no tolera una Francia que dicte la política europea. Francia e Inglaterra han firmado la paz de Amiens, pero los ingleses no cumplen los términos del acuerdo. Napoleón se exalta y se prepara para combatir a la pérfida Albión.

Napoleón tiene que cuidarse de los altos militares realistas que huyeron a Inglaterra y desde allí conspiran para matarlo y restablecer la monarquía. El más peligroso es un Borbón, el duque de Enghien, a quien Napoleón manda apresar en Ettenheim (fuera de Francia) y condenar. Él era de los que preparaban conjuras, reclutaban asesinos para matar al cónsul, pero él se salva de todos ellos.

Como consecuencia de la muerte del borbón, comienzan a oírse voces entre los soldados de que Napoleón debe proclamarse emperador. El 18 de mayo de 1804 Napoleón es proclamado emperador por decreto senatorial. Meses después le pide al Santo Padre Pío VII que lo corone. Así tendrá reconocimiento civil y sagrado no solo de los franceses sino de toda Europa. El 2 de diciembre de 1804 se celebra la ceremonia en Nôtre-Dame y es Napoleón el que se corona a sí mismo ante la presencia del Papa.

Inglaterra sigue siendo la obsesión de Napoleón, pero la derrota en Trafalgar de las escuadras francesa y española a manos de Nelson perturba sus planes y se decide a conquistar Austria, Alemania y luego enfrentar a Rusia. En Milán en 1805 él mismo se ha impuesto la corona de rey de Italia, así que ya es doblemente monarca. La victoria de Austerlitz marca el apogeo de la gloria militar de este hombre que se quiere comer el mundo.

Mayo 2018

 

NAPOLEON. La novela (2ª parte)

Max Gallo

Barcelona, Editorial Planeta, 2001, 453 p.

Napoleón se apodera de Ancona, territorio pontificio y el papa Pío VII protesta. Napoleón le responde así:

“Yo soy Carlomagno, la espada de la Iglesia, su emperador. Me considero el protector de la Santa Sede… el hijo mayor de la Iglesia, el único que tiene la espada para protegerla y resguardarla del contagio de griegos y musulmanes”. (p. 388)

Hasta qué extremos de auto-adoración llegó Napoleón lo demuestra el Catecismo imperial que mandó imprimir. En él se lee:

“Honrar y servir al emperador es honrar y servir al mismo Dios” Y desobedecer al emperador es un pecado mortal. Se le debe “amor, obediencia, fidelidad, el servicio militar, así como los tributos impuestos para la conservación y la defensa del Imperio y de su trono”.

Ante algunas críticas que recibe, el emperador replica: “Yo no veo en la religión el misterio de la encarnación sino el misterio del orden social: atribuye al cielo una idea de igualdad que impide que el rico sea masacrado por el pobre”. (p. 394)

¿Cómo es posible que semejante ególatra fuera adorado por los soldados y por toda la población civil? Es que veían en él una encarnación del ser francés, un entusiasmo casi irracional, porque él encarnaba la grandeza patria. Nadie había elevado antes que él a Francia hasta las cumbres de la historia universal. Una muestra es lo que le escribe el mariscal Lannes: “Es imposible decir a su majestad cómo lo adoran estos valientes; nunca han estado verdaderamente tan enamorados de su amante como lo están de su persona”. (p. 410)

En sus correrías hacia Rusia para conseguir el apoyo del zar Alejandro, conoce en Polonia a María Walewska, una jovencita casada con un viejo y se enamora de ella. María le acompañará en adelante en las alcobas privadas de muchas ciudades, aunque él no quiere divorciarse de Josefina. En 1808 envía tropas a España para invadir Portugal, país que apoya a Inglaterra. Atrae a los borbones Carlos IV y la reina María Luisa, junto con su hijo Fernando y el amante y valido de la reina Manuel Godoy, y les obliga en Burdeos a renunciar al trono de España. Comienzan los levantamientos contra las tropas francesas – el famoso 2 de mayo en Madrid – y luego en varias ciudades. Napoleón comienza a preocuparse de veras cuando le notifican la derrota en la batalla de Bailén, primera que sufre en su carrera militar y descarga su ira contra el general Dupont que le ha hecho quedar tan mal.

A pesar de que Austria se está rearmando prefiere acabar con el asunto de España. Viaja de París hasta Burdeos, Bayona, entra en España por Irún, Tolosa, Vitoria y asiste a la toma de Burgos. Asume el mando militar, ya que su hermano José a quien ha hecho rey de España es incapaz, y hace capitular a Madrid.

Lo que más le preocupa a Napoleón es no tener un hijo legítimo para asegurar la dinastía. Ya tiene 40 años y Josefina no puede darle descendencia. Ha dejado embarazada a María Walewska, pero no es su esposa. Decide divorciarse de Josefina, pero le cuesta mucho decidirse porque la ha querido mucho en los quince años de matrimonio. A fines de 1809 le pide el divorcio y escoge a María Luisa de Habsburgo, archiduquesa de Austria, una de las que le habían ofrecido. Con ello quiere sellar la paz con Austria y Alemania. Con ella tiene un hijo, a quien rara vez podrá ver, dadas sus constantes correrías.

Intenta con frecuentes cartas ganarse la amistad del zar Alejandro, a quien llama su hermano, pero no lo logra. Al revés: Alejandro ha permitido a los ingleses desembarcar mercancías en puertos rusos y eso subleva a Napoleón y le hace pensar que la guerra es imposible de evitar. Así ocurre y Napoleón atraviesa Polonia y al entrar en Rusia ve que todas las ciudades que atraviesan están incendiadas. No hay enfrentamiento de ejércitos, como quería el francés, sino astuta espera por parte del zar ruso de que llegue el invierno. Así ocurre a partir de septiembre de ese año de 1812 y la nieve y las temperaturas gélidas matan a caballos y hombres. Logra llegar a un Moscú destruido por los incendios provocados. Le cuesta mucho la decisión, pero abandona Moscú y va perdiendo hombres y bestias, así como armas y cañones, que no pueden ser transportados. Es la primera retirada que consiente. De los cuatrocientos mil soldados invasores, sólo han quedado treinta mil, pero lo achaca todo al mal tiempo y no a su empeño de seguir adelante sacrificando todo menos su gloria.

Regresa a París, pero ya va notando el desapego de la población. Va cayendo en la cuenta de que le es más difícil la leva de tropas, que ahora ya son poco más que adolescentes. Sus propios generales quieren la paz, así como sus hermanos a los que ha colmado de honores. Pero no cede; dice que también quiere la paz, pero lo que busca es su gloria y eso significa la ambición y el dominio de toda Europa. Vuelve a Leipzig, pero tiene que retroceder ante los ejércitos ruso y alemán, y también los austríacos se vuelven en su contra. Está perdido y lo sabe, pero prefiere morir con honra que vivir con vilipendio.

Ahora la guerra está en Francia. Es marzo de 1814. Se siente acorralado y abandonado por sus leales. Todos los caminos a quince leguas de París están en manos del enemigo. Probablemente los rusos incendien París para vengarse del incendio de Moscú. Pero su hermano José capitula y sale de París con la emperatriz María Luisa y el hijo pequeño que tuvo con Napoleón. Los parisinos reciben bien a los invasores. Napoleón siente una ira atropellada que corre por sus venas.

Desde Fontainebleau, viendo que todos lo abandonan, está dispuesto a abdicar. Le concederán la soberanía sobre la isla de Elba, para no escindir Córcega de Francia. Escribe la renuncia el 13 de abril de 1814: “Dado que las potencias aliadas han declarado que el emperador Napoleón era el único obstáculo para el restablecimiento de la paz en Europa, el emperador Napoleón, fiel a su juramento, declara que renuncia para él y sus herederos a los tronos de Francia y de Italia, y que no existe un solo sacrificio personal, incluida su vida, que no esté dispuesto a sufrir en beneficio de Francia”. (p. 740)

Elba es una isla de 233 kilómetros cuadrados con dos puertos y una guarnición a las órdenes del nuevo soberano. Portoferraio es la capital. Se vuelven a instalar los Borbones en trono, Luis XVIII, pero los soldados y parte de la población no lo quieren. También los aliados están divididos. Los que mandan no quieren tener a Napoleón tan cerca. Hablan de confinarlo en una isla del Atlántico, Santa Elena.

Decide fugarse de Elba y prepara bien las cosas, tanto más cuanto que le aseguran de que en Francia muchos lo esperan, descontentos del nuevo gobierno. A fines de febrero de 1815 Napoleón avista la costa francesa. Con él han venido mil doscientos hombres bien pertrechados. A medida que va avanzando los soldados se le unen; en Grenoble la exaltación es máxima. Llega triunfante a París el 20 de marzo de 1815.

Los aliados y Napoleón se preparan para el enfrentamiento definitivo. El emperador dispone de 300 mil soldados frente a un millón de los aliados, distribuidos en un área inmensa. Es el domingo 18 de junio de 1815. Wellington le derrota en Waterloo y Napoleón regresa derrotado a París.

Le obligan a abdicar por segunda vez, pero no le dicen su destino futuro. Se dirige entonces al puerto de Rochefort con la intención de embarcar para los Estados Unidos, como le han aconsejado los pocos fieles que le quedan. Pero las fragatas inglesas cierran la rada. Decide entregarse voluntariamente y le reciben bien en el Bellerophon, navío de la escuadra inglesa. Lo llevan a Plymouth, pero el príncipe regente inglés se niega a recibirlo. Han decidido desterrarlo a Santa Elena, una isla perdida en el Atlántico, a dos mil kilómetros de la cosa africana y a dos meses de navegación desde Inglaterra. Dice: “Sólo el infortunio faltaba a mi celebridad. He llevado la corona imperial de Francia y la corona de Italia. Y ahora, Inglaterra me ofrece otra aún más grande y gloriosa, la misma que llevó el Salvador del mundo, una corona de espinas”. (p. 812)

En el Northumberland, rumbo al sur, cumple 46 años el 15 de agosto y el 15 de octubre llegan a la isla. Una vez instalado, dicta sus memorias a Las Cases, su fiel secretario. Su salud no es buena. Los dolores de vientre y estómago que le aquejaban desde años atrás se han incrementado. Se ha vuelto viejo de aspecto: barrigudo y de miembros finos, calvo.

Le quitan a su secretario, no puede recibir cartas, lo aíslan cada vez más. Van pasando los meses y languidece, postrado en cama, con vómitos frecuentes. Ya ha estado en ese destierro más de cinco años, cada vez peor atendido. Pierde la noción del tiempo. El viernes 13 de abril de 1821 dicta su testamento: “Muero en la religión apostólica y romana, en cuyo seno nací hace más de cincuenta años… Deseo que mis cenizas reposen a orillas del Sena, entre el pueblo francés al que tanto amé.” (p. 830)

El sábado 5 de mayo de 1821 puede por fin descansar en paz, después de seis años de sufrimiento corporal y moral. “La muerte no es nada, – había dicho muchos años antes en la cúspide de su gloria – pero vivir vencido y sin gloria es morir todos los días”.

 

31 mayo 2018

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