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FELIPE DE ESPAÑA

Henry Kamen

Madrid, Suma de Letras, 2001, 699 p.

 

Henry Kamen es uno de los muchos escritores británicos que han escrito sobre España. John Lynch, William Chislett, Robert Goodwin, Paul Preston, Hugh Thomas, John Elliot y Stanley Payne son algunos de ellos, tal vez los más conocidos. Pues bien, Henry Kamen, especialista en el Imperio español de los Habsburgos, nos ofrece en esta biografía un admirable compendio muy personal de lo que se ha escrito sobre el emperador más importante y controversial de la historia de España: Felipe II. Controversial, porque hay escritores que lo ponen por los suelos tanto desde el punto de vista personal como político. Lo denigran como “mediocre, pedante, reservado, suspicaz, de ideas increíblemente estrechas, sectario, groseramente licencioso, cruel, un tirano consumado”. Así es como lo describe en 1855 el norteamericano J.L. Motley. Kamen se distancia de tales apreciaciones y busca estudiar sin prejuicios la figura y actuación del monarca. Se ha informado en más de cien autores, a los que cita en 1.676 notas. De ese gran esfuerzo informativo surge una biografía que seguramente se acerca mucho más a lo objetivo que la mayoría de los estudios anteriores.

El sacerdote Juan Martínez Guijarro, futuro cardenal Silíceo, fue el tutor de Felipe durante sus años infantiles. El niño se mostraba inteligente, atento, reservado, falto de la educación y del cariño paternos, puesto que su padre, el emperador Carlos V, pasó la mayor parte de su reinado fuera de España, en los Países Bajos. Su madre Isabel murió pronto, antes de que Felipe cumpliera 12 años y su falta de afecto familiar la compensaron sus hermanas María y Juana. El emperador Carlos casó muy pronto a su hijo Felipe de 16 años con María, la Princesa de Portugal, seis meses menor que él.

España no era un reino unificado, sino una asociación de provincias que compartían un rey común: Castilla, Aragón, Navarra, Alemania, Flandes, Nápoles, Milán y las enormes extensiones de América eran muy distintos entre sí. La división de la Iglesia, provocada por Lutero y Calvino, hacía más ingobernables a las regiones que se sumaban al luteranismo o al calvinismo, a lo que se añadió la separación de la Iglesia de Inglaterra. En España apenas hubo disidentes del catolicismo, en buena parte por el temor a la Inquisición, que fue mucho más dura en otros países europeos.

A Felipe le enseñaron latín, idioma importante para los diplomáticos, pero no era buen estudiante. Le interesaba más la danza y sobre todo la cacería. Fue muy aficionado a la arquitectura e hizo construir siendo monarca el monasterio de El Escorial y el retiro de Aranjuez, además del palacio real de Madrid. En 1543, con sólo 16 años, asume la regencia como Príncipe heredero, ya que su Padre Carlos V reside en Flandes. Lo hace bien, porque sabe escuchar a sus consejeros, aunque sea él quien tome la última decisión. El problema más grave es la carestía económica, el endeudamiento de la Corona para financiar las guerras, sobre todo contra Francia, la adversaria principal del imperio español de entonces. Felipe buscará constantemente la paz, porque no tiene el carácter combativo de su progenitor, que se apoyó sobre todo en el famoso duque de Alba, el mejor general de aquellos tiempos. A la muerte del emperador Carlos V, el duque siguió al servicio de Felipe, pero no se entendió con él tan bien como con su padre. La amenaza de los turcos en el Mediterráneo fue una constante en este siglo XVI para ambos monarcas, hasta que la batalla naval de Lepanto en 1571 produjo un Mediterráneo más tranquilo.

“La política religiosa de Felipe era progresista y en modo alguno se trataba de una mera imposición del catolicismo tradicional. Dio un amplio y entusiasta apoyo a las novedades que introdujo Trento: reformas de fondo y de forma en todas las órdenes religiosas, disciplina total del clero, educación de los curas párrocos, reforma de la práctica religiosa entre clero y feligreses, abolición de la misa y liturgia antiguas, adopción de una nueva misa, de un nuevo libro de oraciones, de nuevo calendario, adiestramiento de misioneros y establecimiento de escuelas; todo constituía un importante plan modernizador que el Rey trató de implantar”. (p. 217)

La rebelión de los moriscos, musulmanes falsamente convertidos al cristianismo, fue un grave asunto que Felipe tuvo que enfrentar. En los años sesenta del siglo XVI serían unos 300.000, el 4% de la población total de España, que ascendía a unos 7 millones y medio. La mayoría de los moriscos vivían en el sur y buscaban apoyo en sus correligionarios del norte de África y del imperio otomano. El asedio a Granada y las Alpujarras duró casi dos años y llevó a la muerte a unos 30.000 moriscos. Otros 80.000 fueron obligados a abandonar su territorio y a ser distribuidos por Castilla y Galicia. Es posible que Felipe haya considerado el bienio 1568-69 como la peor etapa de su reinado, por el levantamiento de los moriscos, por las amenazas de Francia e Inglaterra, las noticias que llegaban de México y Perú, cargadas de problemas y rebeliones, además de las sequías en Castilla, que causaron pobreza y hambre.

Felipe tuvo un hermanastro, Juan de Austria, veinte años menor que él, fruto de una aventura amorosa de Carlos V con Bárbara Blomberg, hija de un burgués de Ratisbona. Fue educado secretamente en España y presentado a la corte con solo 12 años. “Impresionaba a todos sus contemporáneos. Enérgico y bien parecido, escasa barba, largos bigotes, larga y flotante cabellera rubia, siempre vestido con elegancia, simplemente deslumbraba” (p. 278). “En mayo de 1568, cuando apenas tenía 21 años, el Rey le nombró capitán general de la flota del Mediterráneo… Debía dar buen ejemplo, mantener su palabra, evitar el juego, moderar su lenguaje, comer con frugalidad, ser cortés con los demás y no andar de noche, porque era conocida su debilidad por las mujeres”. (p. 280) Felipe le dio el mando en la rebelión de los moriscos y obtuvo un resonante triunfo, que habría de ser todavía mayor cuando tuvo el mando de la escuadra que derrotó a los turcos en la batalla de Lepanto en octubre de 1571. Aunque los turcos eran superiores en barcos y hombres, su derrota fue total. Sufrieron 30.000 bajas y 3.000 prisioneros y perdieron 200 galeras de un total de 230. Miguel de Cervantes Saavedra, que resultó herido y perdió un brazo, y luego fue hecho cautivo por los moros, escribió que esta fue la mayor ocasión que vieron los siglos.

El duque de Alba gobernaba en Flandes con mano durísima, pasando por las armas a los que odiaban al régimen y se alzaban. En eso no coincidía con Felipe II, que prefería una política pacificadora. Y la guerra era ruinosa para las arcas reales. “El ingreso anual de la tesorería era de unos seis millones de ducados, en tanto que los gastos ascendían a ochenta millones… Los gastos mensuales en Flandes eran diez veces superiores al costo de la defensa de la Península, y veinte veces mayores que los de la casa real y el gobierno”. (p. 306)

En cuanto al gobierno de América, Felipe se mostró inclinado a escuchar a Bartolomé de las Casas y posteriormente al jesuita José de Acosta, que defendían a los indígenas de la explotación de los conquistadores. Aprobó leyes de Indias con esa orientación, que luego no se cumplían allende los mares.

El otoño de 1578 fue particularmente luctuoso para Felipe. “El 22 de septiembre el archiduque Wenzel, a quien Felipe había tratado como a un hijo, murió en Madrid a la edad de diecisiete años. Escasamente un mes después, le llegó su turno al pequeño infante Fernando, que falleció el 18 de octubre”. (p. 348) Quince días antes había fallecido su hermanastro don Juan de Austria, el brillante vencedor contra los moriscos y los turcos, a la temprana edad de 31 años. Su sobrino el rey de Portugal, Sebastián, se empeñó en conquistar el norte de África, pero fue derrotado y muerto en la batalla de Alcazarquivir el 4 de agosto de ese año 1578, donde cien mil soldados portugueses cayeron prisioneros. Felipe era el segundo heredero natural del reino portugués, después del cardenal Enrique, de 67 años, que duró muy poco tiempo en el trono. A pesar de su ascendencia portuguesa Felipe no era bien visto en Lisboa, debido naturalmente a las aspiraciones al trono de muchos nobles portugueses. Felipe preparó un gran ejército terrestre y marítimo, conducido por el famoso duque de Alba, que invadió Portugal y tomó Lisboa poco después. Por fin en abril de 1581 las Cortes de Tomar confirmaron la unión de toda la Península bajo una sola corona, juraron fidelidad al Rey y reconocieron al príncipe Diego como su sucesor, que ya había sido reconocido como heredero de España por las cortes de Castilla. Diego murió en 1582 y la reina Anna, tercera esposa de Felipe, había muerto en septiembre de 1580. A pesar de su viudez, Felipe nunca quiso volver a casarse, aunque ahora tenía un solo heredero, su hijo Felipe.

Felipe puso la corte española a la altura de las europeas como promotora de la ciencia y el arte. Hizo que se extendieran los logros del humanismo a las universidades a través de una reforma de su currículo y de la edición de una nueva Biblia multilingüe. Nombró historiadores y cronistas oficiales, algo bien importante en el caso de las Indias. (p. 375) Al principio de su reinado la corte estaba en Valladolid, luego la trasladó a Toledo, que le resultó estrecho, y por fin la estableció en Madrid, sobre todo cuando un gran incendio devastó a Valladolid en 1561, que tardó años en ser reconstruida. Madrid era en esa época un pequeño pueblo de 9.000 habitantes, que fue creciendo rápidamente: en 1574 ya tenía 34.000 y una generación después ya tenía 72.000 habitantes.

La residencia oficial fue el Alcázar, antiguo palacio que Felipe mandó ampliar con arquitectos italianos a los que supervisó de cerca. Hizo construir la Casa de Campo con sus amplios jardines que le permitían el aire libre que tanto le gustaba. “Su amor por la naturaleza le convirtió en uno de los primeros gobernantes ecologistas de la historia europea”. (p. 382) El palacio de El Pardo fue reconstruido y redecorado al estilo italiano y rodeado de extensos bosques y jardines. Gracias a su arquitecto Juan Bautista fue posible transformar toda el área de Aranjuez con un perímetro de casi 34 kilómetros en un enorme jardín. (p. 384-5) La mayor empresa cultural del reinado de Felipe fue la construcción del monasterio de San Lorenzo de El Escorial para conmemorar la victoria sobre los franceses en San Quintín, que ocurrió el 10 de agosto, fiesta de san Lorenzo. En la iglesia del monasterio quiso dar a su progenitor un sepulcro digno. Los frailes jerónimos, su orden favorita, le ayudaron a elegir el lugar. Juan Bautista comenzó la obra, que luego continuó su discípulo Juan de Herrera. La joya de El Escorial fue la biblioteca, que contenía ediciones raras traídas de toda Europa y manuscritos latinos, griegos y árabes; también, una colección especial de libros confiscados por la Inquisición. También quiso coleccionar reliquias de santos, de las que era muy devoto. “Al final de su vida su colección incluía más de siete mil. Entre ellas había diez cuerpos enteros, 144 cabezas, 306 brazos y piernas, miles de huesos de diversas partes de santos cuerpos, así como cabellos de Cristo y de la Virgen y fragmentos de la auténtica cruz y de la corona de espinas.” (p. 392)

“Felipe… experimentaba una insaciable curiosidad por todo: simplemente deseaba saber. Los que hablaban con él se quedaban impresionados por su interés por todos los aspectos del arte, la ciencia y la cultura… En la propia generación del Rey, el Nuevo Mundo había sido el mayor estímulo para la imaginación. A medida que España entraba en contacto con América y con los territorios allende el Mediterráneo, lo exótico empezó a formar parte de la vida cotidiana. Las alubias, el tomate y más tarde el maíz de América se incorporaron a la dieta peninsular; el tabaco, fatalmente, ganó sus primeros adeptos.” (pp. 394-5)

Felipe fue el principal mecenas de los artistas, sobre todo de Tiziano, a quien encargó numerosos cuadros para sus casas de campo de El Pardo y Valsaín y luego cuadros religiosos para El Escorial. La prioridad de Felipe era por los pintores y escultores flamencos e italianos, como Antonio Moro, Pompeo Leoni, Bergamasco, Luca Cambiaso y otros más. También coleccionó pinturas de El Bosco. También artistas peninsulares como Alonso Sánchez Coello tuvieron espacio en las preferencias de Felipe, así como su discípulo Juan Pantoja de la Cruz. En cambio, El Greco no disfrutó del patrocinio real. Felipe desechó una gran pintura suya, El martirio de San Mauricio, que El Greco había llevado al Escorial en 1582.

En contra de la opinión de que a Felipe no le gustaba visitar otros reinos, hay que decir que pasó catorce meses en Inglaterra y cinco largos años en los Países Bajos. Su paso por Italia de varias semanas influyó en su aprecio a las artes. Y en Portugal estuvo dos años y cuatro meses. En los territorios de la Corona de Aragón pasó tres años, más que en cualquier otro lugar de su monarquía.

De las cuatro esposas que tuvo Felipe, dos influyeron profundamente en su vida personal y política: Isabel de Valois, la primera, y Anna, la última; su unión con ella le trajo una tranquilidad que nunca antes había experimentado. Fue la única con quien pudo conversar en su propia lengua. Con ella tuvo seis hijos, cinco de los cuales murieron antes de cumplir diez años. María Tudor, su segunda esposa, y las otras tres murieron todas jóvenes, por dificultades de parto o por las frecuentes fiebres de entonces. La hermana de Felipe, Juana, ocupó el afecto de Felipe que le había sido negado por la muerte de su madre, Isabel, y fue el verdadero centro del círculo familiar. Tampoco la salud del Rey fue óptima. Sufrió el primer ataque de gota a los 36 años y el mal le acompañó el resto de sus días.

Su dedicación al trabajo era constante: recibir personajes, dictar a sus secretarios, dar audiencias. Él mismo escribió miles de cartas, billetes, observaciones, documentos. Era muy frecuente que trabajara hasta las 11 de la noche cuando ya se caía de sueño. Se expresaba solo en castellano y en un mediocre latín, aunque entendía bien el italiano, el francés y el portugués. No le gustaban las corridas de toros, no asistía a ellas, pero no llegó a prohibirlas. Lo suyo era la caza y, de joven, las justas de caballería.

Felipe fue un hombre de pensamiento amplio y nada triunfalista. “Antiexpansionista convencido, pensaba que cada gobernante, hereje o no, debía regir su país en paz, sin interferir en asuntos ajenos. En ningún momento de su vida manifestó adhesión al principio de que los herejes no tenían derecho a gobernar. Aparte de Isabel de Inglaterra, cuyo régimen apoyó de manera explícita durante veinte años, tenía buenas relaciones con los reyes luteranos de Escandinavia y con varios príncipes protestantes de Alemania”. (p. 474)

Felipe II era un hombre muy religioso, pero hasta los últimos años de su reinado no mostro signos públicos de su religiosidad. Apoyó fuertemente a la Inquisición, pero no le gustaba asistir a los autos de fe. Dentro de sus propios dominios no admitía el principio de la tolerancia con respecto a los protestantes. Aceptó de mala gana la necesidad de coexistir con los musulmanes (en España) y con los judíos (en Italia y el norte de África). Sus confesores ocupaban un lugar importante en su gobierno, como en general lo hicieron todos los Habsburgos. El favor de Felipe no se inclinó de manera especial hacia los jesuitas; los alentó en su primera fase de expansión, pero luego se distanció de ellos.

Tenía una devoción particular por la Virgen de Montserrat que acaso adquirió de niño de su institutriz catalana Estefanía de Requesens. También sentía un especial respeto por los santuarios de la Virgen de Guadalupe y de la Virgen del Pilar en Zaragoza.

El año 1581 marcó el apogeo de su reinado con la anexión de Portugal y sus dominios a la Corona española. Nunca ha habido un imperio de tal magnitud, veinte veces más extenso que el Imperio romano. Pero en esta misma década se inició la decadencia del imperio. La causa principal fue la famosa derrota de la así llamada Armada Invencible, que fue destruida frente a las costas inglesas en 1588. Esta derrota socavó la confianza de los súbditos en el rey, dificultó el comercio con Flandes y originó un nuevo círculo de cargas fiscales y deuda estatal. Y la enfermedad del rey iba en aumento, hasta el punto de que apenas podía escribir y pasaba mucho tiempo retirado.

Un episodio desagradable del reinado de Felipe II lo constituye su enfrentamiento a las Cortes de Aragón porque consideraba que la Inquisición había perdido fuerza allí. El rey se enfrentó a su secretario aragonés Antonio Pérez, lo puso preso en la Aljafería, pero luego Pérez se escapó y tuvo que huir a Francia. Hubo disturbios en Zaragoza en mayo de 1591 y el rey envió un ejército, que hizo presó al Justicia Mayor Juan de Lanuza, que fue condenado a muerte.

La enfermedad del rey Felipe siguió avanzando y a partir de 1595 dejó a su hijo Felipe encargado de los negocios. Los últimos años de su vida sufrió mucho de la gota y al final, de hidropesía. Murió en El Escorial el 8 de septiembre de 1598, poco antes de cumplir 71 años. El autor presenta al final una buena evaluación de su reinado:

“Al considerar retrospectivamente estos años, parece inútil evaluar el papel del Rey en términos de éxito o fracaso. En ningún momento tuvo Felipe un control efectivo de los acontecimientos ni de sus dominios; ni siquiera de su propio destino. De ahí que no se le pueda responsabilizar más que de una pequeña parte de lo que, a la postre, ocurrió durante su reinado. Para muchos espectadores fue el monarca más poderoso del mundo. En la intimidad de su despacho, él sabía perfectamente que esto no era más que una ilusión… Con todo su poder, no había sido capaz de impedir que sus reinos fueran absorbidos por el remolino de la guerra, la deuda y la decadencia. El espectro ya lo seguía en 1556. Y continuaba ahí, más grande que nunca, en 1598.

Era “prisionero en un destino en el que él poco podía hacer”. Lo que le quedaba era jugar las cartas que tenía en la mano. Condenado a pasar sus días organizando los componentes de la inmensa red de su monarquía, fue de los pocos que tuvo acceso a la perspectiva global de sus problemas. Pero no pudo convertir ese panorama en una visión que inspirara a su pueblo. Cosmopolita y europeo en sus aspiraciones, se vio atado a la Península por necesidades políticas. Eminentemente eficiente y práctico, luchó siempre con lo inmediato y lo posible. En una época en la que sus desilusionados ministros buscaban inspiración, sólo les ofreció la carga del sacrificio. Su propio consuelo era que había desempeñado su papel hasta el límite de sus fuerzas. Su conciencia estaba limpia. Y si lo que le aguardaba era la ruina, “yo spero que no lo veré, porque havré salido a cumplir mi obligación”. (pp. 662-3)

Octubre 2018

 

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