MI PAÍS INVENTADO
Isabel Allende
Barcelona, Areté, 2003, 221 p.
Memorias de Isabel Allende, en las que se mezcla de todo: sentimientos, recuerdos nítidos o borrosos, exageraciones, vivencias de toda clase y, sobre todo, sus opiniones sobre todos los temas imaginables. El carácter de los chilenos, sus costumbres, sus prejuicios, su clasismo, pero también, su solidaridad, su cercanía familiar, su amor por la tierra, de la que se separan con fuerte nostalgia. Su opinión sobre los venezolanos de finales de los 70, cuando ella vivió como exiliada en Caracas, y donde encontró una sociedad derrochadora e improvisada. Sus opiniones sobre los norteamericanos, de los que admira sobre todo su libertad de vida y expresión, aunque no los entienda en su manera de vivir. A lo largo de sus idas y venidas por distintos países, Isabel va viendo cómo cambian las personas al compás de los acontecimientos, pero sobre todo cómo cambia ella: se hace menos impulsiva, más comprensiva, tal vez más irónica y un tanto cínica.
“En mi infancia y juventud viví en Bolivia y el Líbano, siguiendo el destino diplomático del ‘hombre moreno de bigotes’ que tanto me anunciaron las gitanas. Aprendí algo de francés e inglés; también a ingerir comida de aspecto sospechoso sin hacer preguntas. Mi educación fue caótica, por decir lo menos, pero compensé las tremendas lagunas de información leyendo todo lo que caía en mis manos con una voracidad de piraña. Viajé en barcos, aviones, trenes y automóviles, siempre escribiendo cartas en las cuales comparaba lo que veía con mi única y eterna referencia: Chile”. (p. 131)
Perdió la fe religiosa muy pronto y desde entonces examina la religión como un fenómeno antropológico más, del que le quedan todavía recuerdos y ciertas prácticas. Para nosotros los jesuitas es muy interesante la visión que tiene del Beato Alberto Hurtado:
“La religión es colorida y ritualista. No tenemos carnavales, pero tenemos procesiones. Cada santo se distingue por su especialidad, como los dioses del Olimpo: para devolver la vista a los ciegos, para castigar a los maridos infieles, para encontrar novio, para protección de conductores de vehículos; pero el más popular es sin duda el Padre Hurtado, que no es santo todavía, pero todos esperamos que pronto lo sea, aunque el Vaticano no se caracteriza por la celeridad en sus decisiones. Este extraordinario sacerdote fundó una obra llamada El Hogar de Cristo, que hoy es una empresa multimillonaria dedicada por entero a ayudar a los pobres. El Padre Hurtado es tan milagroso, que rara vez le he pedido algo que no se haya cumplido, mediante el pago de una justa suma a sus obras de caridad o de algún sacrificio importante… Sostenía este hombre de claro corazón que la crisis moral se produce cuando los mismos católicos que viven en la opulencia van a misa mientras niegan a sus trabajadores un salario digno. Estas palabras debieran grabarse en los billetes de mil pesos, para no olvidarlas nunca”. (pp. 82-3)
Confiesa que es subjetiva en sus apreciaciones, pero esa es su vida y así la siente. Parece satisfecha de que después de tantas mudanzas y cambios interiores y exteriores, ha encontrado paz y estabilidad, con un hombre que la quiere, y unos nietos que la ven como ella misma vio a su abuela: como una tejedora de imaginaciones y sueños, que son los que dan sabor a la vida. Y en el fondo, siempre de referencia, Chile. Pero no el Chile real, sino el que ella siente a través de las neblinas de su afecto, un país que ella inventa y en el que descansa.
Agosto 2003