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EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS

Leonardo Padura

México, Tusquets Editores, 2011, 765 p.

Historia novelada del destierro a partir de 1929 y muerte en 1940 de Trotski a manos de Ramón Mercader, comunista catalán que fue entrenado por los estalinistas para ello. Su madre, Caridad, fue la que empujó a su hijo a la entrega total a la causa sin medir las consecuencias. Corre paralela esta historia con la del propio Mercader y su familia, que transcurre durante la República y la Guerra civil española. Un tercer hilo argumental es el del supuesto escritor cubano, Iván de nombre, pero trasunto de Padura, quien recoge las confidencias del propio Mercader en la playa cubana de Cojímar en 1977 sin saber que es el mismo asesino quien se las confía, recuerdos que el cubano pone por escrito veinte años después.

Padura ha investigado cuanto ha podido averiguar acerca de ese idealista que fue Trostki, quien pudo muy bien haber sucedido a Lenin, pero fue impedido por la canallesca y astuta ambición de ese siniestro personaje que fue el georgiano Stalin. Confiesa con asombro cómo en Cuba no se sabía nada de Trostki antes de la disolución de la URSS:

“Por años yo me había dedicado a rastrear la poca información existente en el país sobre el complot urdido alrededor de Trostki y sobre la pavorosa, caótica y frustrante época en la cual se cometió el crimen. Recuerdo la tensión jubilosa con la que muchos buscábamos las pocas revistas de la glasnost que durante aquellos años de revelaciones y esperanzas entraron a la isla, hasta que fueron retiradas de los estanquillos  – para que no nos contamináramos ideológicamente con ciertas verdades durante tantos años sepultadas, dijeron los buenos censores –. Pero mi necesidad de saber más, al menos un poco más, me lanzó a una búsqueda empecinada y subterránea de información que me llevaría de un libro a otro (conseguido con más trabajo que el anterior) y a constatar la programada ignorancia en la que habíamos vivido durante décadas y el modo sistemático en que habían sido manipulados nuestra credulidad y nuestro conocimiento. Para empezar, muy poca gente en el país tenía alguna idea de quién había sido Trostki y las razones de su caída política, la persecución que sufriría y la muerte que le dieron; menos aún eran los que sabían cómo se había organizado la ejecución del revolucionario y quién había cumplido ese mandato final; y, prácticamente, tampoco nadie conocía los extremos a que había llegado la crueldad bolchevique en manos de aquel mismo Trostki en sus días de máximo poder, y casi nadie tenía una idea cabal de la felonía y la masacre estalinista posterior, amparadas todas aquellas barbaries en las razones de la lucha por un mundo mejor. Y los que sabían algo, se callaban”. (pp. 545-6)

Terribles cavilaciones de Trostki al estallar la 2ª guerra mundial (septiembre 1939):

“Aun así, Liev Davídovich sentía como un peso abrumador la contradicción de no saber hasta qué punto resultaba posible oponerse al estalinismo sin dejar de defender a la URSS. Le atormentaba no poder discernir del todo si la burocracia era ya una nueva clase, incubada por la Revolución, o sólo la excrecencia que siempre había pensado. Necesitaba convencerse a sí mismo de que todavía resultaba posible mantener una distancia cualitativa entre fascismo y estalinismo para tratar de demostrarles a todos los hombres sinceros, anonadados por los golpes bajos de la burocracia termidoriana, que la URSS conservaba la esencia última de la Revolución y esa esencia era la que debía defenderse y preservarse. Pero si, como decían algunos, vencidos por las evidencias, la clase obrera había mostrado con la experiencia rusa su incapacidad para gobernarse a sí misma, entonces habría que admitir que la concepción marxista de la sociedad y del socialismo estaba errada. Y aquella posibilidad lo colocaba frente al meollo terrible de la cuestión: ¿era el marxismo apenas una ‘ideología’ más, una forma de falsa conciencia que llevaba a las clases oprimidas y a sus partidos a creer que luchaban por sus propios fines cuando en realidad estaban beneficiando los intereses de una nueva clase gobernante?… El solo hecho de pensarlo le producía un inmenso dolor: la victoria de Stalin y su régimen se alzaría como el triunfo de la realidad sobre la ilusión filosófica y como un acto inevitable del estancamiento histórico. Muchos, él mismo, se verían obligados a reconocer que el estalinismo no tenía sus raíces en el atraso de Rusia ni en el hostil ambiente imperialista, como se había dicho, sino en la incapacidad del proletariado para convertirse en clase dominante. Habría que admitir también que la URSS no había sido más que la precursora de un nuevo sistema de explotación y que su estructura política tenía que engendrar, inevitablemente, una nueva dictadura, si acaso adornada con otra retórica…” (pp. 519-520).

Padura es un maestro en el arte de demorar la acción manteniendo la tensión. Se hacen insoportables los días en que Mercader, transmutado en Jacques Mernard y residente en México, tiene que esperar hasta recibir la orden de asesinar a Trostki. Es también un maestro en describir el cinismo y abyección de los personajes de esta trama, que muestra la bajeza a que puede llegar el ser humano. Muchos de ellos creen de verdad en el comunismo, se entregan a él con devoción, y luego van descubriendo que es la mejor tapadera para que algunos alcancen las cumbres del poder y lo mantengan por el terror que infunden. Terribles situaciones que algunos tiranos actuales quieren repetir.

Enero 2012

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