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Barcelona, Seix Barral, 1997 / Bogotá, Editorial Planeta Colombiana, 2012, 265 p.

Javier Moro se ha especializado en presentar a la conciencia mundial (si es que existe algo así) situaciones terribles de despojo, abuso y muerte provocadas por la ambición y la maldad humanas. En Senderos de libertad, por ejemplo, describe la explotación de los caucheros por parte de los facendeiros de Pará y de Acre en Brasil, con la complicidad de las autoridades. Recorre la región durante tres años, entrevista a decenas de personas, resume los testimonios y expresa así hasta qué honduras puede llegar la barbarie humana.

En Las montañas de Buda presenta el despojo que los comunistas chinos hicieron del Tibet durante más de medio siglo, despojo que chocó con la resistencia heroica de una población admirable, para asombro de los comunistas. La criminal ambición de Mao Zedong, envuelta en la ideología comunista, causó millones de muertos en Manchuria y en el Tibet, una sociedad milenaria en el techo del mundo, sostenida por la espiritualidad budista, que el autor expresa así:

“Al alcanzar cierto grado de perfección, lo que los budistas llaman la conciencia sutil, el espíritu humano no muere, en el sentido habitual del término. Se hace merecedor de renacer en otro cuerpo. Los budistas creen que esa conciencia primordial y pura, de una fuerza sin igual, es también el principio creador de la existencia, en última instancia, el espíritu de todo lo que existe. En cada individuo, esta conciencia sutil permanece desde el comienzo de los tiempos hasta el acceso a la iluminación. Lo llaman “el ser” y toma formas diferentes de existencia: seres animales, seres humanos y budas. Esa es la base de la teoría del renacimiento”. “El espíritu sutil, a lo largo de los siglos, adoptando formas distintas, tiende siempre hacia la iluminación, hacia el nirvana, un reposo tan infinito que simplemente pensar en ello o convertirlo en objeto de deseo es alejarse de él. Precisamente cuando el espíritu alcanza tal grado de perfección se olvida de sí mismo, pasa a ser uno con el mundo, sin reflexión, sin duda y sin distancia. Cuando un individuo alcanza una alta realización espiritual, su mente escoge su forma siguiente, un renacimiento humano, la única esperanza de conocer un día el Despertar.” (96)

“Lo que quizá distingue al Tibet de otros pueblos es que la religión budista ha empapado todos los aspectos de la vida, convirtiéndose en algo tan fundamental como el respirar. Una religión que no se limita a celebrar ritos ciertos días de la semana o ceremonias de nacimiento, casamiento o muerte. Los tibetanos, socialmente conservadores e individualmente tolerantes, siempre han considerado los asuntos espirituales por encima de los materiales. Nunca el mero bienestar físico ha sido un ideal en la cultura tibetana. Si para los chinos el socialismo es la panacea que remedia todos los males, para los tibetanos la liberación significa romper las ataduras del inevitable ciclo de sufrimiento producido por el nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte. Este desprendimiento ha sido el rasgo que más ha fascinado a los occidentales que han visitado el país, los cuales, por lo general, han coincidido en la opinión de que era un país pacífico y armonioso”.

Las descripciones de los criminales abusos son estremecedoras:

“En Lhasa, unas diez mil personas, una cuarta parte de la población fueron destruidas y encarceladas. Entre los prisioneros había pobres y ricos, mujeres, hombres y niños. Unos fueron enviados a campos de reeducación, otros humillados públicamente y ejecutados; otros, mantenidos cerca de Lhasa como fuerza de trabajo esclavo. Se impuso el toque de queda. Las casas de los “rebeldes” o de sus simpatizantes fueron expropiadas y saqueadas; las posesiones, divididas en tres categorías: los objetos más valiosos, joyas, oro, plata e imágenes sagradas, marcados para ser enviados a China; los muebles, las alfombras, destinados al uso del personal militar y civil chino; objetos como relojes y ropa fueron vendidos a los trabajadores de la revolución… Aquel saqueo planificado señaló el principio de la destrucción deliberada de la práctica totalidad de los seis mil monasterios y templos del Tibet. Más tarde, los chinos, al darse cuenta de que habían ido demasiado lejos, alegarían que el pillaje había sido obra de la “banda de los cuatro” y de la Revolución Cultural de finales de los años sesenta. Pero la realidad es que la mayoría de los monasterios fueron arrasados entre 1959 y 1961. Fue una destrucción sistemática. Los tesoros del enorme monasterio de Sera llenaron noventa y siete camiones, de tres toneladas cada uno, que emprendieron de noche, para evitar testigos, el camino hacia China. Bibliotecas monásticas de varios siglos de antigüedad fueron transformadas en almacenes y salas de reunión. Las escrituras sagradas se utilizaron como material de combustión, o se mezclaron con abono, o bien fueron utilizadas como papel de embalaje en tiendas chinas”. (161-2)

Todo el relato está protagonizado por Yandol y Kimson, dos jóvenes monjas tibetanas, de quince y diecinueve años, que son encarceladas por protestar contra los invasores y pasan tres años en la cárcel de Gutsa, una de las más temidas. Allí soportan toda clase de abusos sádicos, interrogatorios violentos, aislamiento en celdas estrechas, pésima alimentación… pero salen victoriosas gracias a su fortaleza interior. Logran escapar hacia el Nepal y luego a la India, en una aventura muy arriesgada a través del Himalaya, sorteando peligros de toda clase y a punto de sucumbir en muchos momentos. Pero vuelve a darles fuerza su espíritu budista y el anhelo de visitar al Dalai Lama Tenzin Gyatso, también en destierro. El Rey Dios las recibe y las anima a seguir su camino benéfico para ellas mismas y para los demás.

“La resistencia, la fe y el alma del Tibet” es el subtítulo de esta novela histórica. Todavía hoy día, 19 años después de ser escrita esta novela testimonio, el Tibet sigue en manos chinas y el Dalai Lama no ha podido regresar a su santuario, a pesar de que internacionalmente es una figura de altísimo prestigio, a quien le fue otorgado el premio Nobel de la Paz en 1989.

Febrero 2015

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