Barcelona, Editorial Planeta, 2013, 202 p.
José Antonio Marina: “Las creaciones humanas son formidables, y me interesa conocer de dónde proceden, cuál es la fuente de esas ocurrencias. Es una curiosidad genealógica o arqueológica: ¿Qué hay en la mente humana antes de que profiera algo, antes de que se lance a pintar, a componer música, a escribir, a emprender aventuras? La filosofía aspira a una descripción de la realidad universalmente válida, pero eso la obliga a valorar, como experiencias creadoras, la constitución de otros mundos personales”.
“La creatividad se puede aprender en su triple nivel: técnico, cosmogónico y emocional. El deseo de escribir pone en marcha todo el dinamismo del sujeto, y acontecimientos biográficos van dirigiendo esa vocación. ¿Y ahora qué? La escritura es un discurso, un discurrir, un motus animi continuus, como decían los clásicos. Por esto consideramos que la fluidez, el manar permanente y ágil, es una cualidad deseable de la expresión. Pero ¿de qué manantial brota? Este es un tema que forzosamente tiene que apasionarnos a todos, porque todos desearíamos tener buenas ideas y buenos sentimientos. (…) Nos encontramos en el centro del fenómeno creador. Las ocurrencias mentales son nuestras y no lo son al mismo tiempo. Si fueran nuestras se nos ocurrirían a voluntad, y eso no es del todo cierto. Las ocurrencias aparecen sin que sepamos cómo. A veces contra nuestra voluntad, como sucede en las obsesiones. Tradicionalmente se hablaba de “inspiración” para designar el acto creador. Es cierto que Platón tenía un cierto furor mitologizante, pero hay que reconocerle precisión fenomenológica cuando defiende que, para los poetas, crear es escuchar una voz que les susurra al oído”. (pp. 89-90)
“La memoria, el conjunto de hábitos, lo que los clásicos llamaban “carácter”, forma parte de la personalidad. En sentido estricto, deberíamos hablar de una “personalidad recibida” (temperamento), de una “personalidad aprendida” (carácter) y de una “personalidad elegida” (proyecto personal). Cuando decimos que la personalidad es la fuente de las ocurrencias, volvemos a recalar en la memoria. La memoria es un caso claro de lo peligrosas que pueden resultar las metáforas. Se la ha comparado siempre con un almacén. “Ingens aula memoriae”, dijo san Agustín. Pero en los almacenes, o en los archivos, las cosas reposan inertes, mientras que la memoria es un sistema muy dinámico.” (pp. 113-4)
“Ortega decía que para tener mucha imaginación hay que tener muchas memoria, y estaba en lo cierto. Gran parte de las operaciones que llamamos creadoras se basan en una hábil explotación de la memoria. Desde ella vamos a poder interpretar la experiencia, o buscar información en el mundo real. “Lo que llamamos realidad – escribió Marcel Proust – es cierta relación entre las sensaciones y los recuerdos que nos circundan simultáneamente”. Y su pariente Bergson había dicho algo muy parecido: “Percibir es, sobre todo, recordar”. Y puesto que describir es narrar lo que se percibe, resulta que la descripción está también penetrada de recuerdos, aunque a veces no lo reconozcamos” (p. 115).
Magnífico intercambio entre José Antonio Marina y Álvaro Pombo sobre lo que significa la creatividad literaria. Marina es filósofo, educador, literato, ensayista y Álvaro Pombo es poeta y novelista. Ambos coinciden en casi todas sus apreciaciones sobre lo que significa la creatividad, que reclama dotes naturales así como esfuerzo, aunque Pombo se inclina por la mayor importancia de aquellas y Marina en cambio por el trabajo creador. Le dan gran importancia a la lectura de buenos autores y a la memoria, facultad ésta tan puesta de lado por una pedagogía equivocada. La creación literaria interpreta la realidad, le ve con ojos nuevos, la contextualiza en las experiencias vitales del creador. Ambos leyeron mucho desde niños y comenzaron a publicar a los 18 años en un periódico fundado por Marina. Para ellos todos los esfuerzos creadores valen la pena y no se necesita para ello estar en trance o ayudarse con alcohol o droga.
En mis modestos esfuerzos creativos he tratado de plasmar lo que se siente al escribir, en un fragmento que desde luego está relacionado con mis experiencias de montañero constante:
Escribir es una experiencia excitante y misteriosa, explorar un mundo desconocido sin mapa y sin brújula, sin saber con qué me voy a encontrar. A veces me siento cómodo y juguetón, correteando por las veredas sin esfuerzo ni cansancio; a veces escribir resulta tremendamente trabajoso y siento a cada momento el llamado imperioso a dejarlo. Es como subir a una montaña. Con buenas condiciones físicas y agradable compañía, transitar por la vereda del bosque es una experiencia muy placentera, gozosa y relajante. Pero a veces el camino se torna áspero y los músculos no quieren responder al esfuerzo que se les pide. En ese momento, lo mejor es no pensar en la pendiente que espera y concentrarse sólo en el próximo paso, en el escalón que se ofrece a la mirada inmediata. Si uno comete el error de mirar hacia arriba y medir con la mirada lo que falta, el desaliento invade al punto y se siente la urgente tentación de abandonar la subida. Si uno vence ese pensamiento traidor, llegará un momento gozoso en que a pesar del cansancio se siente la plenitud de haber llegado a la cumbre, de disfrutar de un horizonte dilatado y un aire más transparente.
Así ocurre con el escritor. Cada frase es un pequeño escalón que hay que ascender; cada palabra, un paso breve en el camino hacia la meta. Hay veces en que las ideas se agolpan tumultuosas y la mano no es lo suficientemente rápida para seguir su ritmo. Las esclusas del pensamiento no se abren con la suficiente rapidez y muchas imágenes brillantes y atrevidas se desvanecen en la nada. Otras veces la imaginación está seca, las palabras se agazapan tercas en las profundidades y se niegan a responder al conjuro del lápiz, que queda ridículamente suspendido en la mano, dubitativo como una señal de despedida. Hay momentos en que es mejor desistir del todo y ponerse a leer la envidiada facilidad de los escritores consagrados. ¿Habrán tenido como yo instantes de frustración contenida, deseos de romper lo escrito y sumergirse en la amargura de la impotencia? Más bien pareciera que viven permanentemente a lomos de la inspiración, cabalgando sin pesantez por los campos de la hermosura, moldeando con facilidad entre sus manos el barro de la creatividad. Leyendo la increíble prosa de García Márquez, la engañosa facilidad de las novelas de Vargas Llosa, la vitalidad apasionada de Jorga amado, todo parece esplendor y facilidad. Suben sin esfuerzo a las cumbres más altas, como otros Reinhold Messner de la literatura. ¿Será en verdad así como lo pienso de ellos? ¿No habrán tenido también caídas y retrocesos, cansancios y ganas de abandonar?
Un tema parece apropiado para un cuento corto: tiene gracia, calor humano, ternura. Me pongo a escribir. Inútil: arrastro el lápiz sobre dos o tres párrafos. A los personajes les falta vigor, la descripción es desleída, el argumento no prospera. Desisto; lo escrito va a la carpeta de los esbozos, otro día saldrá con más facilidad. Pasa el tiempo y el tema ha quedado frío, cadáver irresucitable. Allá quedará definitivamente, como permanente recordatorio de mi impotencia. Otras veces en cambio, el cuento se escribe solo, la trama se anuda con naturalidad, me convierto en espectador de una acción que se desarrolla sola. Los personajes me dominan, me imponen su carácter. Los encuentro incluso más cercanos y reales que la mayoría de los seres con quienes convivo. Cuando llegan esos instantes de fecundidad creadora, escribir es uno de los placeres más plenificantes que conozco.
Escribir es dialogar conmigo mismo, con gente que me conoce o que aprecio, pero también con gente que nunca conoceré. Para todos resulta una sorpresa la develación, también para mí mismo. Escribir es un retrato en acción, que va cambiando según la inspiración y el humor: a veces los trazos son impresionistas, casi puntillistas, que sólo de lejos adquieren sentido y belleza; otras veces se distorsionan en los recovecos de un cubismo impredecible. Hay veces en que el cuadro parece una fotografía y uno siente el pudor de la entrega desnuda. Escribir siempre es una confesión: de angustia, de duda, de felicidad delirante, de añoranza aterciopelada. Para escribir hace falta densidad de historia personal y capacidad de embeberse en el alma ajena. Sólo el que ha sufrido y amado, que en el fondo viene siendo lo mismo, puede escribir con la autenticidad de la propia sangre.