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Zaragoza, Comuniter Editorial, 2014, 151 p.

Escalofriante, se lee de un tirón. El autor sabe ir graduando el suspense y aumentando la tensión. Una peste desconocida, que aparece en China, va invadiendo poco a poco todo el mundo, a pesar de las extremadas medidas de precaución, de aislamiento de los infectados. Estos se transforman en monstruos que devoran todo lo que encuentran, incluso los seres vivos, incluso a sus propios familiares. El protagonista va narrando en un diario el avance inexorable de la enfermedad, que al principio sólo afectaba a los chinos y de ahí que era noticioso el suceso. A medida que se va acercando, que llega a Moscú, que llega a Europa, que llega a España, obliga a todo el mundo a guarecerse en sus casas, a no salir, a encerrarse cada vez más. La policía y el ejército matan a los monstruos, pero la pandemia no conoce límites. La comida escasea, la gasolina, hasta el agua. El protagonista, su mujer y los hijos se van de la ciudad a un pueblo cercano, donde están los abuelos, donde todo el mundo se conoce. Van a una ermita aislada, pero los abuelos han sucumbido a la peste. Una familia amiga, los Velilla, les ayudan mucho, pero al final el protagonista, al matar al último infectado del pueblo, se contamina también él. Decide salvar a los suyos y suicidarse. Se despide de sus hijos por medio del lector de la novela: “Si estás leyendo este diario significa que estás vivo, y yo muerto… Busca a mis hijos y diles que les quiero”.

Gran habilidad la del autor para mantener el interés del lector en un crescendo ininterrumpido. Lo hace introduciendo nuevos personajes, nuevas situaciones que estrechan cada vez más el cerco. Parecerá un poco inverosímil escribir el diario hasta en los últimos momentos, cuando se va a suicidar, pero el lector perdona esa exageración literaria. Las manchas de tinta y las lágrimas que van apareciendo en la impresión contribuyen al realismo del relato. Son un símbolo de la invasión de la enfermedad, que aparece en la esquina que menos se espera (de las páginas de la novela o de la realidad). El lóbrego ambiente, las amenazas de los desconocidos, la huida sin rumbo me hizo recordar The Road, de Cormac Mc Carthy. Escribí al leerla hace unos meses: “Lúgubre. Amenazante. Con una tristeza que va in crescendo. Ha ocurrido una catástrofe universal que el autor no explica, y un padre joven y su hijo pequeño vagan por planicies calcinadas, ciudades destruidas hace tiempo, carreteras de las que tienen que apartarse si aparece un espectro amenazador, que va como ellos en busca de comida.” ¿Quieren ser simbólicas estas narraciones o son tal vez premonitorias? Pueden simbolizar a la persona destruida por dentro, pero que logra sobreponerse a la muerte si tiene un motivo para vivir, que en este caso sería el amor del padre por los hijos. Pueden ser también premonitorias de cómo quedaría el mundo después de una catástrofe nuclear, como les gustaría desencadenar a los terroristas islámicos… Dios quiera que nada de esto sea así, y que la imaginación del autor nos empuje a trabajar por mundos mejores de los que tenemos a la vista…

Caracas, febrero 2016

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