Barcelona, Editorial Ariel, 2003, 484 p.
Eugenia de Montijo es un personaje que atrapa al lector gracias a la buena pluma de Jean des Cars. Se ve que le tiene admiración y simpatía, porque la presenta, ya desde niña, como una muchacha muy guapa, atrevida, impetuosa, que no se aviene a las convenciones sociales, independiente, imprevisible. Eugenia adora a su padre, napoleónico hasta el extremo, que había luchado en los ejércitos franceses, y no se entiende tan bien con la madre, doña Manuela, casquivana y gastadora sin medida. Tiene una hermana mayor, Francisca, la preferida de la madre. En Granada, su ciudad natal, conoce de niña a Prosper Mérimée, escritor de fama, anticuario, viajero incansable, y entabla con él una relación que durará toda la vida. A los nueve años de Eugenia emigra la familia a París y ella se educa con las Damas del Sagrado Corazón de Jesús, donde estudian alumnas de familias pudientes, de grandes apellidos, que es lo que quiere la madre. La superiora, Sophie Barat, de 57 años, es una mujer de gran autoridad.
Eugenia conoce entonces a un hombre gordo y feo, cercano a los 60, escritor de primera: Henry Beyle, mejor conocido como Stendhal, con quien entabla la niña una relación muy afectuosa. La madre aspira a casar bien a las hijas, con gente de la nobleza, pero Eugenia se escapa de los pretendidos admiradores. Para no hacer largo el recorrido de su extensa biografía (1826-1920), hay que decir que de Eugenia se enamora Napoleón III y la hace su esposa, pero es más bien un matrimonio convencional, porque Eugenia se siente privada de libertad y su esposo no se recata de tener otras mujeres. Ella va aprendiendo lo que es la alta política y desarrolla un sexto sentido que ayuda a su marido. Por otra parte, Eugenia, católica convencida, es una dama muy generosa con los pobres, funda asociaciones, es espléndida en las limosnas y los pobres la adoran.
Perdió su primer embarazo al caerse del caballo, y ahora no sale en estado. Quiere darle un descendiente varón que suceda en el trono a su esposo. Victoria, la reina de Inglaterra, que ha tenido ya siete hijos, hace amistad con el emperador y aconseja a Eugenia. Napoleón III sufre dos atentados en poco tiempo, que aterran a Eugenia. Por fin, en marzo de 1856, después de mucho sufrir durante doce horas, da a luz un varón: la corona ya tiene sucesor.
La biografía va narrando las fiestas a las que invitan los soberanos, los besamanos, los desfiles a los que asisten, la vida en fin de la alta aristocracia francesa. Describe muy bien la fatuidad de esos personajes, el despliegue de ropas suntuosas y recargadas, sus envidias y desplantes. Eugenia se comporta con bastante naturalidad y tiene que soportar los enamoramientos súbitos de su marido por las damas muy bonitas, especialmente por la joven Virginia de Castiglione, enviada del ministro Cavour, plenipotenciario de Piamonte-Cerdeña.
El autor recorre todos los entresijos de las tensiones políticas entre las grandes potencias de entonces: la Rusia del zar Alejandro II, la Inglaterra de la reina Victoria, la Francia de Napoleón III, Eugenia aprende que “los Estados no tienen amigos, sólo tienen intereses”. Un nuevo atentado cuando se dirigen al palacio de la ópera – ésta vez no sólo contra el emperador, sino también contra ella –, acentúa su firmeza y su capacidad de mando (sería regente si muere su marido), pero le hace temer por la vida de su pequeño hijo. Su esposo ata los hilos para favorecer la unidad de Italia contra Austria y, aunque lo disimule, contra los Estados Pontificios, algo que oculta a Eugenia, tan católica.
Eugenia hace de regente durante la guerra contra Austria y el autor transmite alabanzas del Consejo de Estado: “La Emperatriz ejerce admirablemente sus funciones de regente. Preside el Consejo con una rara distinción, escucha religiosamente, muestra en la conversación sagacidad, un sentido maravilloso”. La guerra se convierte en una masacre, en Solferino mueren treinta y cinco mil soldados… Napoleón, avisado por el zar, ofrece la paz, sobre todo sabiendo que Prusia se prepara para atacar.
El emperador, muy enfermo desde hace tiempo, se empeña en atacar a Prusia y el desastre es total. En Sedán lo hacen prisionero, las tropas prusianas avanzan por Francia, pero lo peor es la muchedumbre que quiere invadir las Tullerías para acabar con la monarquía y establecer la república. Eugenia, nombrada regente, tiene que huir atropelladamente. El imperio ha durado 18 años.
Exiliada en Inglaterra, por la amistad con la reina Victoria, logra que su esposo se reúna con ella, así como el hijo, heredero de la corona. Pero Napoleón está muy enfermo y muere a comienzos de 1873. Eugenia está deshecha y tarda en reponerse. Pero aún le espera otra tragedia, la muerte de su hijo el príncipe heredero. Luis se había hecho soldado en el ejército inglés y marcha al África austral para combatir a los zulúes junto con sus compañeros. En una emboscada en un río con el premonitorio nombre de Blood River, cae atravesado por diecisiete azagayas. Eugenia perdió a su marido con 47 años y a su hijo con 56, nueve años después. Los muchos años que todavía le esperan – casi cuarenta años – se convierten en una larga expiación.
Eugenia muere en Madrid el 11 de julio de 1920, de vuelta de una travesía por el Mediterráneo. Casi ciega, fue operada de cataratas en junio por el doctor Barraquer, pero ya no pudo disfrutar de la vista. De acuerdo a sus deseos, fueron trasladados sus restos a Farnborough, al sudoeste de Londres, donde reposan entre su esposo y su hijo.
Junio 2016