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Madrid, Editorial EDAF, 2002, 866 p.

Cuando se acaba de leer este largo recorrido vital de Francisco de Goya y Lucientes, natural de Fuentetodos, Zaragoza, uno se pregunta: ¿es verdad lo que el autor cuenta de la vida de este hombre, tanto en los pasajes importantes como en los más insignificantes de su existencia? Los amoríos del pintor con Cayetana, duquesa de Alba, con Pepa Tudó, y cómo esas mujeres le buscaban; la sordera combinada con el inicio de su locura, que le proveía de imágenes espeluznantes plasmadas luego en dibujos y caprichos; la impresionante creatividad del pintor aragonés, que prefería hablar con pinturas más que con palabras; la furiosa energía con que era capaz de terminar una pintura en pocas horas; la capacidad de captar el mundo interior de las personas retratadas; sus cambios de estilo que desconcertaban a los seguidores de la pintura clásica; su facilidad para codearse con las más altas figuras de la corte de Carlos IV y María Luisa como primer pintor; su peligroso acercamiento a la persecución de la Inquisición por algunas pinturas obscenas o de crítica velada a la Iglesia española.

Es increíble que el autor de esta novela histórica no sea español sino alemán, conocedor profundo del alma y de la historia españolas y admirador de Goya. Fue un escritor muniqués que vivió entre 1884 y 1958. Perseguido por los nazis, tuvo que refugiarse en Francia, pero fue hecho prisionero en 1940 y confinado en un campo de concentración, de donde logró escapar. En 1951 publicó Goya, con un extraño título alternativo: “O la calle del desengaño”, que posiblemente se refiere al recorrido vital de su biografiado. Conoció España – como se dice en el epílogo – en 1928 junto con Marta, su mujer. Madrid y Zaragoza las conoce muy bien. Nombra las plazas y calles de ambas ciudades y utiliza nombres y expresiones españolas no traducidas al alemán.

Conoce también muy bien la historia española del tiempo de Goya. Pinta con trazos realistas, irónicos y muy críticos a Manuel Godoy, el superministro, el Príncipe de la Paz, y lo muestra vacilante ante las presiones de Napoleón, que quiere obligar a la monarquía española a apoderarse de Portugal por ser aliada de Inglaterra. Hay páginas de antología, como la descripción pormenorizada de la Inquisición y sus nada religiosas condenaciones y autos de fe. O la descripción movida de los bailes andaluces, especialmente el fandango, que hace sumergirse al lector en una sesión de alegría gitana y voluptuosidad.

La enfermedad de Goya va avanzando. Sus arrebatos de ira son más frecuentes y terminan por dejarlo sordo. El médico Peral, antes contrario y ahora amigo de Goya, le diagnostica que su sordera tiene origen psicológico. Ve fantasmas, demonios que le acosan, trasgos, toda clase de brujos y aquelarres. Para librarse de ellos los plasma en los famosos Caprichos, obra inmortal y tremenda. El autor se atreve a decir que aquel nuevo mundo mágico y salvaje era lo más grande que desde Velázquez había creado una mano española.

A Goya le había afectado muchos años atrás la muerte de Elena, su hija adorada, que él atribuye a maldición de los que le odian, y ahora muere su gran amigo y confidente Martín Zapater. La vida se le va estrechando, oscureciendo, acabando. Agustín Esteve, discípulo y amigo de Goya durante toda su vida, es el que pinta los cuadros de encargo de la alta nobleza, porque Goya sólo quiere sumergirse en sus fantasmas. Está muy alejado de la pintura oficial, de los retratos de la Corte, de las normas clásicas que él siempre había superado. Pero le acecha la Inquisición. Los Caprichos son objeto de censura, que acabaría normalmente en condena, pero lo salvan sus grandes amigos de la corte y la defensa de la reina, a pesar de que ella no sale bien parada en un dibujo.

El autor concluye abruptamente la novela, cuando Goya pinta en la pared de su casa Saturno devorando a sus hijos. Nunca llegó a escribir una segunda parte.

Julio 2016

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