Barcelona, Anagrama, 2015, 516 p.
No es un libro común ni mucho menos. Es el recuento de la visión que tiene el autor sobre la religión católica, el Nuevo Testamento, la antigua historia romana, su propia vida como creyente y luego como agnóstico. Sazona ese recorrido de su propia vida y de los personajes que presenta con toda clase de expresiones burlonas, cáusticas, groseras, pero también, originales y totalmente fuera de lo esperado. No se libra nadie de su mirada entre pervertida y risueña: ni Jesucristo, ni la Virgen María, ni él mismo, ni su esposa Heléne, ni su mejor amigo Hervé, ni san Pablo, Lucas o Juan. A cada uno dedica páginas que se podrían considerar muy distintas de lo corriente, muy alejadas de toda veneración, se diría blasfemas en términos religiosos.
Carrére fue creyente, gracias al influjo de su madrina Jacqueline, pero abandonó la fe por creer que la resurrección de Jesús y los demás milagros son un cuento, una invención piadosa, imposibles. Toma como protagonista de su narración a su preferido Pablo de Tarso. Como dice Isaac Rosa, “ciñéndose al original, y apoyado en otros textos bíblicos, exegetas y fuentes historiográficas, el protagonismo recae inicialmente en Pablo de Tarso, que en manos de Carrère resulta arrollador, un visionario, un seductor (“un granuja”); un líder equiparado a un revolucionario o un directivo empresarial, comparando el cristianismo primitivo con el comunismo soviético o con una multinacional con franquicias por el Mediterráneo.” A Lucas lo va a presentar como admirador de Pablo, más bien retraído, buen escritor, con inventiva, parece un trasunto de sí mismo. Con relación a Juan no está muy claro: hay cuatro Juanes en el entorno o seguimiento de Jesús y no se aclara cuál de ellos es el evangelista. Hace un recorrido de innumerables pasajes bíblicos demostrando un gran conocimiento del trasfondo histórico y cultural.
Está claro que el compromiso de Carrére no es con la religión, ni para aceptarla ni para denostarla, sino con él mismo como escritor, con sus indudables dotes literarias, con su imaginación no convencional, con su deseo de ser admirado. En ese sentido el libro me ha parecido un botafumeiro de la catedral de Santiago, con mucho incienso para sí mismo.
Y, sin embargo, el epílogo abre una puerta nueva, inesperada. Cito: “Una reserva me atormentaba: la de no haber llegado al fondo de la cuestión. Con toda mi erudición, toda mi seriedad, todos mis escrúpulos, la de no haberme enterado de nada. Evidentemente, cuando se abordan estas cuestiones, el problema consiste en que la única manera de dar en el blanco sería inclinarse hacia el lado de la fe; ahora bien, yo no quería y sigo sin querer hacerlo. Pero ¿quién sabe?”. De hecho, le invitan a compartir la experiencia de Jean Vanier con personas disminuidas psíquicamente, algunas con síndromes que las apartan de todo ser humano. Carrére acepta la invitación y le sacude. Concluye por eso este libro con una confesión noble: “He escrito de buena fe este libro que acabo aquí, pero aquello a lo que intenta acercarse es tanto más grande que yo, que esta buena fe, lo sé, es irrisoria. Lo he escrito entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y el Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel. No lo sé.”
Agosto 2016