Barcelona, Ediciones Salamandra, 3ª ed. 2016, 346 p.
Un libro original por la temática. Son las reflexiones sobre la neurocirugía y su ejercicio de un famoso médico, Henry Marsh, británico nacido en 1950, próximo a su retiro. Son confesiones personales de sus éxitos y fracasos, que le metieron muy adentro del ser humano, de sus miedos, dolores, expectativas, esperanzas, anhelos, depresiones y alegrías. Que un paciente se le muriera por una mala operación es algo que le ocurrió algunas veces y que todavía despierta en él sentimientos de dolor, de frustración, de compasión. ¡Qué difícil es decir a los deudos de un paciente que ya no vive más, sobre todo si es un paciente niño o joven! Enfrentarse al rostro de esa madre que pierde a su hijo por mala praxis médica es lo más fuerte por lo que pasa un cirujano.
Marsh recorre todas las clases de tumores y enfermedades que puede tener el cerebro, la mayoría desconocidas para nosotros los legos: pineocitoma, aneurisma, trauma, infarto, carcinoma, hemangioblastoma, meningioma y muchas más, a las que tuvo que enfrentarse en su larga carrera de neurocirujano. Tuvo un hijo con tumor en el cerebro al que operó su jefe con éxito. Y su madre murió de cáncer terminal en el hígado en dos semanas, así que conocía bien las complicaciones de su trabajo. Vale reproducir su reflexión sobre la muerte de su madre:
“¿Qué contribuye a una buena muerte? La ausencia de dolor, por supuesto, pero el acto de morir tiene muchas dimensiones, y el dolor no es más que una de ellas. Como la mayoría de los médicos, supongo, he visto la muerte en todas sus múltiples formas, y sé que mi madre tuvo suerte, de hecho, de morir como la hizo. Si pienso alguna vez en mi propia muerte – algo que, como la mayoría de la gente, trato de evitar –, confío en tener un final rápido, un ataque al corazón o un infarto cerebral, preferiblemente cuando esté durmiendo. Pero comprendo que quizá no sea tan afortunado. Es muy posible que tenga que pasar por una etapa durante la que siga vivo, aunque no tenga un futuro en el que confiar y sólo disponga de un pasado que recordar. Mi madre tuvo la suerte de creer en una clase de vida más allá de la muerte, pero yo no comparto esas creencias. El único consuelo que tendré, si no consigo que mi extinción sea instantánea, será mi propio juicio final sobre mi vida cuando rememore el pasado. Y debo confiar en vivir ahora de tal manera que, al igual que mi madre, sea capaz de morir sin tener que arrepentirme de nada. Cuando mi madre yacía en su lecho de muerte, consciente sólo a ratos y recurriendo a veces a su lengua materna alemana, decía:
– Ha sido una vida maravillosa. Hemos dicho todo lo que había que decir.” (p. 251)
Marsh explica, como no creyente que es, en qué consiste la conciencia, la actividad cerebral, y él mismo se admira de lo que es el cerebro. Lástima que no dé el paso a pensar que todo eso no puede provenir del azar, que hay una inteligencia poderosísima detrás de todo:
“La neurociencia nos dice que es altamente improbable que tengamos alma, pues cuando pensamos y sentimos no es ni más ni menos que el parloteo electroquímico de nuestras neuronas. El sentido de la identidad, nuestros sentimientos y pensamientos, el amor que mostramos a los demás, nuestras esperanzas y ambiciones, nuestros odios y temores, todo eso muere cuando el cerebro muere. Mucha gente se niega a admitir este punto de vista, pues no sólo nos priva de una vida más allá de la muerte, sino que parece reducir el pensamiento a mera electroquímica, convirtiendo nuestros cuerpos en simples autómatas, en máquinas de carne y hueso. Esa gente se equivoca de medio a medio, pues lo que hace en realidad es elevar la materia a cimas infinitamente misteriosas que no comprendemos. En nuestro cerebro hay unos cien mil millones de neuronas. ¿Guarda cada una en su interior un fragmento de conciencia? ¿Cuántas neuronas nos hacen falta para estar conscientes o sentir dolor? ¿O acaso la conciencia y el pensamiento residen en los impulsos electroquímicos que aglutinan a esos miles de millones de células? ¿Tiene conciencia un caracol? ¿Siente dolor cuando lo aplastas con la suela del zapato? Nadie lo sabe.” (p. 253-4)
Muy interesante la descripción de él como paciente de una operación causada por un desprendimiento de retina. El cirujano en manos de un cirujano. También tuvo una caída con rotura de peroné, que lo llevó de nuevo al quirófano como paciente. Sus observaciones sobre el sistema de salud británico están llenas de ironía hacia la burocracia y las malas condiciones de los hospitales públicos.
En fin, un libro que se lee con sumo interés y que ha tenido tres ediciones en pocos meses.
Julio 2016