En Reseñas de libros
Califica esta reseña
Gracias

James Runcie

Barcelona, Plaza & Janés, 2002, 218 p.

 

Soy Diego de Godoy, notario del emperador Carlos V, y viajo al Nuevo Mundo para relatar las famosas conquistas de nuestro jefe Hernán Cortés. Así podría comenzar esta novela, que narra las aventuras de este joven sevillano, que viaja a las Indias empujado por su prometida Isabel, que quiere recibir de él una muestra original y definitiva de que ella es la mujer de su vida. Le regala un galgo, que va a ser el compañero inseparable de toda su aventura, al que pone el nombre de Pedro. Más que un animal es una persona inteligente, fiel, cariñosa, que lo salva de muchos peligros.

Pero al llegar a México, Diego se enamora inmediatamente de Quiauhxochitl, Flor de Lluvia, a quien llama Ignacia, más fácil de recordar. Ella le enseña a preparar el Chocolatl, una bebida mágica, lo mejor que ha probado en su vida, que lo sumerge en una sensación de placer desconocido, que comparte con su nueva amada. Pero la dicha dura poco, porque le mandan de nuevo a España para dar cuenta al emperador. En Sevilla rompe con Isabel, que no tiene comparación con Ignacia. Pero al regreso se encuentra con la hermosa ciudad de México destruida. Viaja a Chiapas, de donde procede Ignacia y se encuentra con la sorpresa enorme de que la región quedó transformada después de la conquista, algo que sucedió hace más de cien años. Diego no ha cambiado físicamente y nadie entiende por qué pregunta por una mujer que nadie conoce. No sabe qué está pasando, decide regresar a España, pero el galeón es capturado por los franceses, que lo llevan preso a la Bastilla en París. Allí conoce al marqués de Sade y ambos preparan batidos de chocolatl con especias deliciosas. Después de un tiempo en esa prisión ocurre la famosa toma de la Bastilla y él puede escapar. Estamos en 1789 y Diego no puede creer que hayan pasado más de dos siglos desde las aventuras que vivió en México.

Todavía no han acabado sus aventuras porque viaja a Viena y allí se hace cocinero de postín. No vive feliz, no entiende por qué ha tenido que vivir tanto y sin rumbo, hasta que conoce a Claudia, una prostituta que le hace ver quién es él como persona infeliz y sin sentido de la vida. Con ella entabla una relación de amistad profunda. La novela se va transformando en filosófica y casi teológica, en la que Diego va mostrando que no cree en Dios por la cantidad de sufrimiento de los seres humanos y la falta de sentido de una vida en el más allá. Diego pierde el sentido del olfato, tan vital para un cocinero como él, y decide ir a un psiquiatra joven que lo va llevando hacia el conocimiento profundo de sí mismo y hacia el vacío existencial que lo acompaña. La novela ya es decididamente filosófico-religiosa, como lo muestra este extracto de diálogo entre Diego y su médico:

“Además he llegado a creer que no existe Dios. ¿Cómo va a existir cuando hay tanto sufrimiento a diestro y siniestro?

– Estoy de acuerdo – repuso con pasión el doctor, y nuestra conversación prosiguió entonces a un ritmo cada vez más enérgico –. A Dios lo ha inventado la civilización como respuesta consoladora a las fuerzas de la naturaleza, aplastantemente superiores.

– No podemos soportar la idea de nuestra extinción – añadí con rapidez, entusiasmado con el tema –, y por tanto creamos otro mundo, otra etapa de nuestro viaje. Vemos el universo no como es, sino como deseamos que sea.

– Supone nuestra huida del caos de la historia.

– Pero ¿qué es entonces la felicidad? – quise saber.

– No lo sé, – contestó el doctor; el ritmo de la conversación había decaído al fin –. Pensaba que usted, que ha vivido tanto, podría decírmelo.

– Quizá sea verdaderamente el arte de vivir con la certeza de que debemos morir algún día.

– ¿Y forma parte eso de nuestra felicidad? – quiso saber.

– Así ha de ser – respondí –. No podemos ser felices sin el conocimiento o la expectativa de la muerte.

– Yo también he estado pensando en esas cosas – admitió el doctor –. Nuestra única satisfacción en esta vida no es sino placer transitorio. Parecemos amar las cosas que se desvanecen. La muerte es lo único que permanece.

La novela parece una excusa para mostrar al lector todo el enorme conocimiento que tiene el autor sobre el chocolate, su manera de prepararlo, sabor, textura, temperatura de los diversos ingredientes necesarios para convertirlo en bebida de los dioses. En todos los escenarios en los que se desarrolla la prolongada vida del protagonista el chocolate le roba el protagonismo: en México, donde lo conoce, en París, en Viena, y por último en Inglaterra, donde vive con un viejo cuáquero especialista en chocolate.

La vida de Diego adquiere un enorme dramatismo cuando muere Pedro en una carrera de galgos en la que lo ha inscrito para saldar sus deudas, deudas motivadas por su afición a las apuestas y a la bebida. Pedro era como su hijo. Estamos en 1906. Un norteamericano que lo ve abatido, le ofrece trabajo en Pensilvania, por supuesto en una fábrica de chocolate. Pedro y el chocolate han estado y van a estar presentes en todos los instantes de su vida. En el viaje en barco a Pensilvania dos mujeres adivinan su estado depresivo y le aconsejan que no deje de buscar al amor de su vida, Ignacia. Trabajo y amor son lo que dan sentido a la vida.

En Pensilvania trabaja bien, pero sigue con la obsesión de regresar a México para encontrar a Ignacia. Viaja allá y en una plantación de cacao la encuentra un poco envejecida, pero esperándole siempre. La novela concluye así con el retorno del amor inicial, con el encuentro entre los dos amantes, con el sentido de la vida recuperado. Ahora ya pueden morir.

La novela se puede interpretar como una alabanza al chocolate, néctar de los dioses, al que se atribuyen propiedades maravillosas: prolongación de la vida, disfrute máximo de los sentidos, resumen de todo lo bueno y alejamiento de todo lo malo. ¿Es así en verdad?

Agosto 2018

 

Publicaciones recientes

Deja un comentario