LA HIJA DE LA ESPAÑOLA
Karina Sainz Borgo
Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2019, 195 p.
Ha sido un fenómeno editorial esta novela, traducida a 22 idiomas antes de salir impresa. ¿Qué es lo que impide soltarla una vez que se comienza a leer? Perder, morir, sepultura, horror, fúnebre, negro, grito, abuso, engaño, golpe, huida y un largo etcétera son palabras que se aplican a la situación de hoy en Venezuela y que Karina, su autora, sabe entretejerlas en una historia inventada, pero que es más real que las que ocurren de verdad. El país está destruido; todos los que pueden se van, huyen, no miran hacia atrás. Caracas pareciera haberse acostumbrado a la suciedad, las colas, la falta de alimentos y de medicinas, las morgues abarrotadas, el robo en los cementerios, los colectivos que dominan barrios enteros, que imponen su ley, que cobran peaje, que reprimen las manifestaciones, que matan a quien discrepa del gobierno. Pero el interior de Venezuela es peor, mucho peor. En Maracaibo ya no se dice: se fue la luz, sino: vino la luz, porque son más los días sin energía eléctrica que con ella en una ciudad que ronda con frecuencia los 40 grados de calor. En Mérida la gente desesperada ha tomado la calle y ha paralizado todo, el comercio y el transporte, la vida misma que en ella está agonizando. En el Táchira no hay gasolina en las bombas, pero sí la tienen los bachaqueros, incluida la Guardia Nacional, que la venden a diez dólares por galón. El dólar ha sustituido de facto al bolívar, la moneda nacional, que ha pasado de ser fuerte y soberano a ser débil y sometido, y a ser rechazado y sustituido por el euro o el dólar, que cada día se cotizan más alto.
Esta es sólo una pequeña muestra del telón de fondo de esta novela, fotografía de los peores días que ha conocido Venezuela en toda su historia. La protagonista, Adelaida Falcón, acaba de enterrar a su madre cuando ve su apartamento invadido por mujeres de franela roja, que la echan de su propia casa en nombre de una revolución que destruye la riqueza y dice devolvérsela a los pobres. Se refugia en casa de la vecina, a quien encuentra muerta de un infarto y que vivía sola. Se llamaba Aurora Peralta y era hija de gallegos, como los miles que vinieron en los años 50 y 60 desde aquella sociedad tan empobrecida por la guerra civil. Adelaida la suplantará en identidad, se apropiará de sus documentos y así podrá huir de las bombas lacrimógenas y del gas pimienta que lanzan todos los días en su zona los policías del régimen para reprimir a los pocos manifestantes que se atreven a protestar. Adelaida tiene que deshacerse del cadáver de Aurora y no sabe cómo. Y ahí viene algo que caracteriza a la novela: el despojo de los sentimientos nobles, la deshumanización de personas normales, empujadas por el terror. Se deshace del cadáver de la forma más horrible, tirándola desde el quinto piso y quemándola después en un contenedor de basura.
Los que protestan son gente joven como su antiguo amigo Santiago, que la salva de morir asfixiada, apaleada o con un disparo en la cabeza. Santiago había sido anteriormente apresado y pasó un mes en La Tumba, una cárcel en pleno centro de Caracas, cárcel excavada cinco pisos por debajo de la superficie, donde no hay sonidos ni ventanas, ni tampoco luz natural o ventilación. Solo se escuchan en ese agujero el paso y el traqueteo de los rieles del metro por encima de la cabeza. Allí los presos terminan “con la espalda en carne viva por los perdigones, apaleados en una esquina o violados con el cañón de un fusil.”
Adelaida decide viajar a España y hacerse pasar por la difunta Aurora. Pasa las mil y una trapisondas en Maiquetía hasta embarcar en el avión que la lleva a Barajas. Va a la casa de la familia de Aurora. Toca el timbre, le responden, le abren la puerta… y ahí acaba la novela. Ya ha pintado lo peor, el día a día agonizante del país que deja. Su vida se abre a un abismo desconocido cuando vean que no es la Aurora que esperan, pero no será un abismo peor del que ha hundido a su país.
Estilo rápido y original, muy incisivo en sus afirmaciones. Varias muestras: “Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación”. “Vivir se había convertido en salir a cazar y regresar vivo.” “Antes de irnos a la cama, una ráfaga de metralla añadió puntos suspensivos a aquella fiesta sin luces ni piñata.” “Avancé por los pasillos de la clínica Sagrario con la boca hecha un revólver: caliente y cargada, buscando contra quién disparar.”
Especialmente original es la valoración del país: “Crecí rodeada de hijas de inmigrantes. Niñas de piel morena y ojos claros, la sumatoria de siglos en la vida de alcoba de un país mestizo y extraño. Hermoso en sus psicopatías. Generoso en belleza y violencia, dos de las más abundantes pertenencias nacionales. El resultado final era esa nación construida sobre la hendidura de sus propias contradicciones, la falla tectónica de un paisaje siempre a punto de derrumbarse sobre sus habitantes.” “Era la culpa del superviviente, algo parecido a lo que padecieron los que se marchaban del país, una sensación de oprobio y vergüenza: darse de baja del sufrimiento era otra forma de traición.”
La portada expresa bien la condición de la protagonista: no se le ve el rostro porque no tiene identidad; está medio abriendo o medio cerrando una puerta entre su pasado y su presente ambiguo. No sabe a dónde ir, no sabe cuál será su vida en adelante.
Junio 2019