EL FIN DEL “HOMO SOVIETICUS”
Svetlana Aleksiévich
Barcelona, Acantilado, 6ª reimpr. 2017 (1ª en 2015), 642 p.
Nacida en Minsk, capital de Bielorrusia, Svetlana dedica esta historia a narrar las fuertes impresiones que le cuentan los que vivieron en tiempos de la URSS y sufrieron el gran impacto que supuso para ellos su disolución. También hace entrevistas a la gente joven, que no conocieron los tiempos soviéticos. Hace entrevistas a todo tipo de personas, desde altos jerarcas militares, a gente profesionales y gente común, muchos de ellos gente muy pobre. Muchos exigen que no delate sus nombres y manifiestan la destrucción de su vida, basada en los ideales del comunismo en el que vivieron desde pequeños. Mijaíl Gorbachov, el gran traidor para la mayoría de ellos, es descrito así por un alto jerarca militar, que muestra el carácter contradictorio de su figura:
“Sepulturero del comunismo” y “traidor a la patria”, “laureado con el Premio Nobel” y “agente de la bancarrota soviética”, “hijo pródigo de la época del Deshielo” y “modélico alemán”, “profeta” y “Judas”, “gran reformista” y “artista de mérito”, “el célebre Gorbi” y “el denostado Gorbi”, el “hombre del siglo” y “Eróstrato”… Gorbachov fue todo eso a la vez en una misma persona.
El mariscal Ajromeiev, hombre convencido de que trabajar por la URSS era su glorioso destino, se suicidó en agosto de 1991, después de establecer Gorbachov la perestroika, una reforma económica que transformó la estructura de la Unión Soviética y que culminó con la disolución de la URSS. Ajromeiev era un hombre íntegro, que creía con fe irrefrenable que el comunismo iba a transformar el mundo.
Una historia muy distinta es la del joven Igor y su madre, que lo adora. La madre le consiente, le admira, le quiere muchísimo. Pero Igor desde pequeño relaciona todo con la muerte, la busca, quiere estar con ella. A los 14 años la encuentra por fin, se suicida en su casa. Su madre se vuelve loca, no sabe por qué ha ocurrido, por qué su hijo amado ha ido de verdad al encuentro de su admirada muerte. Las compañeras de clase estaban todas enamoradas de Igor, guapo, poeta. No entendieron su muerte. Ni tampoco entendían el mundo de la URSS en el que vivían. Todas vivían su pequeño mundo, en el que la palabra tenía una importancia suprema. Ahora no, – dice la entrevistada – ahora la palabra no tiene poder alguno, “Nos gustaría creer en cualquier cosa, pero no podemos” (p. 211). Del entusiasmo ideológico se ha pasado al escepticismo y al aburrimiento. Y de una vida muy austera a un capitalismo feroz, en el que unos pocos triunfan sobre la mayoría pobre. “Cuando no
éramos más que unos adolescentes, escuchábamos las mismas cintas y leíamos los mismos libros soviéticos. Íbamos en las mismas bicicletas… Era una vida muy sencilla la nuestra: las mismas botas para todas las temporadas, un solo abrigo y unos pantalones. Nos educaron como a los jóvenes guerreros en la antigua Esparta: si la patria lo exigía, estábamos dispuestos a sentarnos sobre un erizo”. (p. 216)
Un testimonio espeluznante es el de Vasili Petrovich, un viejo de 87 años que vive el comunismo como religión. Ya ha cambiado el escenario después de 1991, pero él sigue convencido de que vivió en el paraíso en tiempos soviéticos. Y eso a pesar de que estuvo en la cárcel más de un año, delatado por un vecino por tener una cuñada fuera de la URSS; fue torturado y vejado, pero él siguió adorando a Lenin y Stalin. Nada pudo hacerle quebrar su fe religiosa en el comunismo.
En cambio, una mujer sufrió los horrores del Gulag, campos de concentración y de exterminio a lo largo y ancho de Siberia. Llegó de niña a un orfanato y nunca recibió sino palo. Sus padres fueron acusados de antisoviéticos por delaciones de algún vecino y a ella la separaron para siempre con sólo 4 años. Su recuerdo de aquellos Gulag es espantoso. Después de la perestroika muchos verdugos se suicidaron; no pudieron soportar que fueran conocidos los nombres de los que habían torturado y asesinado a centenares de miles de “enemigos del pueblo”.
No se cuentan en este libro solamente historias políticas, sino amorosas, llenas de inocencia o de decepción, o de falsas expectativas. De todo hay, y la gente mayor las cuenta como parte de una vida que a veces creen que no la vivieron ellos mismos. “La historia de una infancia”, por ejemplo, (pp. 304 y ss.) es enternecedora. La narra la escritora María Voiteshonok, que describe su propia infancia carente de todo: ropa, vivienda, afectos. Murieron sus padres y vivió en un orfanato; murió de tuberculosis su hermana Vladia y a ella la llevaron con una tía en Bielorrusia, donde encontró afecto y protección. Como dice al terminar de contar su historia, “Y una mujer, una desconocida, me sujeta y me aprieta contra su pecho. Corazoncito mío… me dice. Y en ese instante yo veía a Dios”. (p. 318)
La religión ortodoxa logró permanecer en la mayoría de la gente de pueblo. Actualmente, muchos se preguntan si Dios existe y acuden a él para que les ayude. El contraste entre el Moscú actual, cosmopolita y visitado por millones de turistas, y por otro lado los pueblos y aldeas esparcidos por la enorme extensión rusa y siberiana sigue siendo grande. La autora lo recalca en muchas ocasiones a propósito de las visitas que hace a la gente de campo. Las escenas más terribles son las de la guerra del Cáucaso en los años noventa: Chechenia, Georgia, Abjasia, Osetia del Sur buscan independizarse de Rusia, pero también se enfrentan entre sí. Carnicería absoluta, escenas que parecen imposibles entre seres humanos
Esta publicación, “El fin del hombre soviético”, muestra el fin de una utopía. Rusia es ahora un país capitalista, en el que se hacen ricos, muy ricos, los
emprendedores sin conciencia, los atrevidos, los ladrones de guante blanco. De la ideología comunista sólo quedan añoranzas de viejos. Eso es lo que muestran estas entrevistas grabadas por Svetlana. Y uno lo compara con la situación actual de Venezuela y las diferencias son grandes: aquí no hay ideología de ningún tipo, a los que gobiernan sólo les interesa mantenerse en el poder después de haber robado miles de millones, porque saben dónde irán a parar sus huesos si esto cambia. Pero hay semejanzas. El apoyo que da el gobierno a delincuentes armados, a policías corruptos, a grupos terroristas para atemorizar a la población es común a las tiranías y dictaduras de todos los tiempos. Pero ninguna dura eternamente, terminan por caer. Ojalá lo veamos pronto.
Marzo 2020.