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LA PESTE

Albert Camus

Madrid, 1999 Unidad Editorial, original 1947, 254 p.

Escrito hace más de 70 años, nadie habría podido sospechar la actualidad del tema, no ya referido a Orán, una sola ciudad, sino al mundo enero. Son más las diferencias entre lo que ahora ocurre con el coronavirus y lo que ocurrió novelescamente con la peste bubónica de Orán. Porque esa peste no tuvo lugar e incluso Camus no estuvo nunca en Orán. Pero hay algunas semejanzas. La ciudad fue aislada, nadie podía entrar o salir de ella, protegida por muros medievales, algo semejante a lo que está ocurriendo con la cuarentena. Describe unas condiciones de aislamiento parecidas a las actuales: “Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas”. (p. 66) “El aprovisionamiento fue limitado y la gasolina racionada. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por aire a Orán” (p. 71). Otra semejanza trágica es que hay un momento de la epidemia en el que el número de víctimas sobrepasa las posibilidades de enterrarlos en el cementerio, por lo que algunos se pudren en las calles, como ha ocurrido en Guayaquil con el Covid-19.

Van apareciendo diversos personajes que enfocan la peste de manera diferente. Hay un cronista principal, que luego el autor dirá que es el doctor Bernard Rieux, el médico principal que atiende a infinidad de apestados, que han luchado para que la peste no les envuelva. Aparece la peste en la ciudad por el contagio con las ratas, que mueren por miles y afectan a todos. Van surgiendo apestados que no saben cómo les vino la fiebre, la hinchazón de los ganglios, los tumores que revientan, y esos apestados se multiplican por centenares cada día. Casi un año va a durar este torbellino y va a afectar de manera diferente a los protagonistas de la novela.

El jesuita P. Panelaux tiene un famoso sermón, en el que dice ¡cómo no en aquellos tiempos! que la peste es una prueba, una especie de castigo de Dios que hay que saber soportar. Él mismo morirá de la peste meses después. Joseph Grand es un amigo de Rieux que vive obsesionado por escribir una narración que según él se la quitarán de mano los editores; en ella va cambiando todos los días adjetivos y concordancias, pero nunca está contento. Vive en el mismo edificio que Cottard, un trastornado que intentó suicidarse y que después de pasada la epidemia se empeña en disparar desde su apartamento hasta que es abatido por la policía.

El juez Othon, hombre importante en la ciudad, tiene la desgracia de que su hijo pequeño caiga enfermo. Las páginas en que se describe la agonía del niño son lo mejor de la novela (pp. 176 y siguientes). Un breve párrafo: “El niño, con los

ojos siempre cerrados, pareció calmarse un poco. Las manos que se habían vuelto como garras arañaban suavemente los lados de la cama. Las levantó un poco, arañó la manta junto a las rodillas y de pronto encogió las piernas, pegó los muslos al vientre y se quedó inmóvil. Abrió los ojos por primera vez y miró a Rieux que estaba delante de él. En su cara hundida, convertida en una arcilla gris, la boca se abrió de pronto, dejando escapar un solo grito sostenido, que la respiración apenas alteraba y que llenó la sala con una protesta monótona, discorde y tan poco humana que parecía venir de todos los hombres a la vez” (p. 179). También Othon morirá al final de los días de la peste.

Rambert es un periodista venido de París, que dejó a su novia allá. Busca por todos los medios evadirse de la ciudad, sobornando a los guardias que cuidan las puertas, pero al fin decide cooperar con Rieux en la atención a los enfermos, gesto generoso y noble de su parte.

El último en morir es el mejor amigo de Rieux, de nombre Tarrou, cuando ya ha sido levantada la cuarentena y la gente festeja por las calles el fin de la amenaza. Vuelven a verse de nuevo algunas ratas. ¿Será que vuelve la peste? La última frase del autor al acabar la novela apunta en esa dirección: “El bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa” (p. 254) Esperemos que no ocurra nunca esa profecía ominosa.

Mayo 2020

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